30

Hacía treinta minutos que Bobby Bender paseaba nerviosamente por el largo corredor del primer piso del hotel Meurice. Esperaba oír el timbre del teléfono negro que se hallaba sobre la mesa del subteniente Von Arnim. Había pedido comunicación con la estación de Nancy. Iba a intentar un último golpe de audacia para exigir al comandante del convoy de Fresnes que libertase a sus prisioneros.

Con la ayuda del general Von Choltitz, Bender y Nordling habían logrado el día anterior la libertad de Yvonne de Bignolles y de los cincuenta y seis presos que quedaban en el Fuerte de Romainville[66].

Bender corrió al aparato. A pesar del ruido que había en la línea, podía darse cuenta del estado de furor en que se hallaba el Obersturmführer Hagen. Por dos veces en aquella misma noche, aullaba el comandante del tren, la Cruz Roja había tratado de impedir la salida del tren, en nombre de un pretendido acuerdo entre Choltitz y el cónsul de Suecia en París.

Con voz arrogante, Bender recomendó a su interlocutor que se calmara. Su actitud era «una violación flagrante del acuerdo oficial firmado entre el Militärbefehlshaber in Frankreich y la Cruz Roja Francesa». Advirtió a Hagen que debía poner inmediatamente en libertad a los presos y dejar el tren para las necesidades militares de la Wehrmacht. Le dijo que el OB Oeste había requisado todos los vagones de ferrocarril para el transporte de tropas al frente y para la evacuación de los heridos. Insistió en que, en ningún caso, podían utilizarse vagones para misiones tan secundarias como el transporte de prisioneros políticos.

La severidad de estas palabras pareció desconcertar al Obersturmführer. Por un instante vaciló, pero contestó al fin que no podía «deshacer el convoy sin una autorización superior». Propuso referir inmediatamente el asunto a Berlín. Volvería a llamar a Bender tan pronto como hubiese recibido contestación.

Por la ventana de la oficina del jefe de la estación de Nancy, el Obersturmführer podía ver la larga hilera de vagones de ganado, parados en la vía de enfrente. Al final del convoy, pequeñas nubes de vapor se escapaban por la chimenea de la máquina bajo presión. Hagen descolgó el teléfono. Pidió la Prinz Albrechstrasse de Berlín, donde radicaba el cuartel general de la Gestapo.

En París, Bobby Bender reanudó sus idas y venidas por el pasillo del hotel Meurice.

Entretanto, en el patio de la cárcel de Fresnes, Louis Armand y los otros veintiún presos de su grupo vieron a los guardianes dirigirse hacia ellos con gesto amenazador. La única palabra que pronunciaron ha quedado como un recuerdo imborrable en la mente del ingeniero: «Raus!», gritaron. Louis Armand estaba en libertad. Era el último de los quinientos treinta y dos prisioneros políticos libertados aquella mañana[67].

Tras las rejas de su ventana, Willy Wagenknecht, el soldado alemán preso por haber abofeteado a un oficial, vio marchar a Armand, al igual que, tres días antes, había visto marchar a los presos del convoy. «He aquí un nuevo ejemplo de la imbecilidad del Ejército alemán», pensó Wagenknecht. Pensaba que, dentro de poco, en la cárcel de Fresnes no quedarían más presos que los alemanes.

La secretaria Geneviéve Roberts, al otro lado de la muralla gris, libre por vez primera al cabo de tres meses, se dirigía hacia la estación de Fresnes para volver a su casa. La tímida joven quedó muy sorprendida al ver que la taquilla de los billetes estaba cerrada.

—¿Dónde está el empleado de la taquilla? —preguntó a una mujer de la limpieza que pasaba por la estación.

La mujer la miró con aire de sospecha.

—¿De dónde sale usted? —le preguntó—. Hace una semana que los ferrocarriles están en huelga.

Había también tres hombres para los cuales su largo viaje tocaba ya a su fin. Pierre Gosset, André Rabache y Fernand Moulier llegaron al extremo de un oscuro corredor del número 20 de la calle Petits-Champs y llamaron a la puerta del último eslabón de la cadena que les había llevado hasta París. No hubo respuesta. Llamaron dos veces más, siempre sin resultado. Por último, se abrió la puerta bruscamente, dejando ver una habitación vacía. Moulier creyó que alguien se escondía tras la puerta abierta.

—Entren —dijo una voz ronca.

Los tres hombres penetraron en la habitación y Moulier lanzó a las tinieblas su santo y seña: «El cuarteto de Beethoven ya ha llegado». La puerta se cerró tras ellos. Pudieron ver entonces a una chica preciosa, de ojos verdes, que llevaba una chaqueta de pijama rota y un pantalón caqui. Moulier se creyó en plena escena de una película policíaca. Rabache, en cambio, se preguntaba si no habrían caído en alguna trampa de la Gestapo.

La chica sacudió la rubia cabellera y les interrogó. Luego empujó un panel, al otro extremo de la habitación, y les hizo seña de que pasaran. Allí, tendidos sobre unas literas adosadas a la pared, se encontraban los otros invitados de Lili de Acosta: siete aviadores aliados. Los tres hombres habían ganado la apuesta. Eran los primeros periodistas que habían entrado en París. Moulier se echó a reír, preguntándose cuándo se bebería la botella de champaña que había apostado.

En el rincón que un ferroviario compasivo le había proporcionado, al extremo del andén de la estación de Nancy, Marie-Hélène Lefaucheux esperaba, agotada por dos días y medio sin sueño ni descanso. Ya no podría ir más lejos. Acababa de salir del «hotel Excelsior» y de Inglaterra. Había ido a suplicar a uno de los ministros de Pierre Laval que hiciera algo por detener el tren[68]. Pero aquel hombre no estaba dispuesto a intervenir.

Lo mismo que el día de la Asunción, el sol hacía arder el techo de hojalata de los vagones del siniestro convoy. Marie-Hélène podía oír los gritos desesperados de los hombres encerrados en los vagones, suplicando que les dieran de beber. De vez en cuando, percibía algo más terrorífico: el aullido salvaje de algún preso, que había enloquecido. Con las manos cruzadas sobre el viejo bolso que Pierre le había regalado en tiempos mejores, con los labios temblando imperceptiblemente en una plegaria, Marie-Hélène se mantenía firme y digna. Pero cada gemido que salía de los vagones de ganado parados a lo largo del andén le llegaba al fondo del alma.

Al cabo de un mucho tiempo, vio a los lados del convoy un gran movimiento de guardianes y ferroviarios. El golpe de audacia de Bobby Bender había fracasado. La Gestapo no soltaría aquel siniestro tren.

Los vagones se pusieron por fin en marcha, unos tras otros, con una serie de rechinamientos. La larga hilera de vagones salió muy lentamente de la estación. Al igual que en la estación de Pantin, Marie-Hélène oyó surgir de los vagones sellados las notas ardientes y provocativas de La Marsellesa. El tren fue adquiriendo velocidad y desapareció por el extremo del andén. Marie-Hélène no se movió hasta que el tren hubo desaparecido y el último eco de la canción se hubo extinguido en el silencio de la estación vacía.

El convoy corría ahora hacia Strasburgo y el Rin, a través de los viñedos de Alsacia. Ya no se detendría hasta haber entregado a sus dos mil cuatrocientos cincuenta y tres pasajeros —menos los muertos— a la chusma guardiana de Ravensbruck y de Buchenwald. De aquellos dos mil cuatrocientos cincuenta y tres hombres y mujeres que salieron de Francia, volverían menos de trescientos[69].

El hombre que estaba en el balcón miró a la chica de la blusa camisera blanca y la falda a rayas hasta que desapareció tras la esquina de la calle Montmartre. Cuando hubo desaparecido Yves Bayet, de treinta y cuatro años, sacó del bolsillo un cigarrillo marca Gitane, de maíz, lo encendió y dejó escapar un suspiro de alivio. «Esta vez —pensó el ex subprefecto— la cosa irá bien». Claire, la agente de enlace de Bayet, montada en su bicicleta «Peugeot», llevaba hacia la Puerta de Chatillon tres sobres disimulados en un doblez de su monedero de piel de topo, que llevaba en bandolera.

Eran casi las ocho de la noche. Dentro de una hora, el toque de queda ordenado por el gobernador militar del Gross Paris enclaustraría a los parisienses una noche más. Yves Bayet sabía que la bella joven que le servía de agente de enlace tenía el tiempo justo para llevar los tres sobres a su destino, al café del viejo tío Lacamp, que Bayet utilizaba como buzón, y regresar. Con una sonrisa irónica, Yves se dijo que el toque de queda del general Von Choltitz ayudaría, aquella noche, a la causa del general De Gaulle. Impediría que una de las tres cartas que llevaba Claire llegara a su destino antes de la mañana siguiente. Era exactamente lo que quería Bayet. Bayet mandaba el movimiento de Resistencia gaullista de la policía parisiense. El mensaje que no llegaría a su destino aquella noche iba dirigido al movimiento de Resistencia más importante de la policía, una red controlada por el partido comunista. Los comunistas serían víctimas en esta ocasión de su obsesión por la seguridad. Antes de llegar a ellos todos los mensajes debían pasar por dos buzones. El que Claire llevaba aguardaría, por tanto, toda la noche en el segundo buzón.

Claire notó que la bicicleta perdía velocidad. Se inclinó por encima del manillar y descubrió en seguida la causa: el neumático de la rueda delantera se había pinchado. En pocos minutos, quedó completamente plano. Claire se hallaba todavía a una media hora de su destino. Trató de hinchar el neumático, pero el aire se escapaba a la misma velocidad con que entraba. De pronto oyó tras ella el ruido de un coche. Se volvió y vio un coche del Estado Mayor alemán, que se detuvo a su lado. El chófer se apeó y se acercó a ella. En un francés impecable, un joven oficial de la Wehrmacht ofreció su ayuda a la gentil parisiense. Con gesto de desprecio, Claire le entregó la bomba. Los enérgicos esfuerzos del alemán no obtuvieron, sin embargo, mejor resultado. Le propuso entonces llevarla en el coche hasta su destino. Tras un momento de vacilación, Claire aceptó y montó tras él en el BMW.

Pocas veces tanta galantería alemana se vería recompensada con tamaña ingratitud. En el monedero de piel de topo que llevaba Claire sobre las rodillas había una verdadera declaración de guerra a los ocupantes de París.

El temor de André Tollet había resultado justificado. El profesor Leo Hamon había advertido a Alexandre Parodi, jefe político de la Resistencia gaullista en Francia, que los comunistas iban a hacer estallar la insurrección al día siguiente. Ante esta amenaza brutal, Parodi había tomado una decisión audaz. Ya que los comunistas estaban decididos a obrar también obraría él. Pero lo haría más de prisa. Les privaría del edificio público más importante de París, la imponente ciudad dentro de la misma ciudad que era la prefectura de policía. Los mensajes que Claire llevaba en su monedero de piel de topo ordenaban a la policía parisiense que, al día siguiente, 19 de agosto, a las siete, se concentrara en las calles alrededor de la gran fortaleza de piedras grises, tan sólo a algunos metros de Notre-Dame. Allí, bajo el mando de Bayet, los policías se apoderarían de su propia casa, la prefectura de policía.

Claire dirigió una amable sonrisa al alemán cerró la puerta del BMW y se dirigió al café del tío Lacamp. Dentro del lavabo sacó los tres sobres del monedero. Luego volvió a la sala del bar y los deslizó bajo la bandeja de madera en la que el hijo del dueño le llevaba un refresco de limón. Eran las 20,30. Yves Bayet había ganado. Al día siguiente, ante las piedras ocho veces centenarias de Notre-Dame, la policía de París se convertiría en la primera tropa de aquella insurrección que los comunistas habían preparado. Y el partido comunista no acudiría a aquella cita.

A tres mil metros, bajo las alas del Lodestar Lockheed France, el teniente Claude Guy veía las montañas del Atlas, salpicadas de reflejos violeta por el sol poniente. Ante él, sólidamente sujeto al asiento, con un cigarrillo en los labios, se hallaba Charles de Gaulle. El ayudante de campo Claude Guy sabía hasta qué punto detestaba De Gaulle los viajes aéreos. El general raramente pronunciaba palabra alguna mientras se hallaba en el avión. Y desde que habían salido de Argel, tres horas antes, para la primera parte de un vuelo que sería seguramente el más importante que haría De Gaulle desde su salida de Francia, en junio de 1940, el general no había dejado escapar ni tres palabras siquiera. Parecía inmerso en su propio silencio.

La salida de Argel hacia Casablanca se había visto retrasada durante varias horas por un primer incidente. El Lodestar France no tenía un radio de acción suficiente para el largo vuelo desde Gibraltar a Cherburgo, por lo que el mando estadounidense en Argel había puesto a disposición del general un B 17 y su equipo estadounidense. De Gaulle había accedido a utilizar el avión estadounidense con gran repugnancia. Mas al aterrizar en el aeropuerto de Casablanca, de Argelia, el B 17 se había salido de la pista.

Dado que había perdido el tren de aterrizaje, el avión quedaba inservible por varios días. De Gaulle estaba convencido de que el accidente formaba parte de un deliberado plan estadounidense para retrasar su regreso a Francia. Mirando la fortaleza averiada, confió a Guy:

—No se imaginaría usted que era sólo por bondad de corazón por lo que me ofrecieron este aparato, ¿verdad?

De Gaulle había decidido utilizar su propio avión. Y, en el aquel momento, en la mente del jefe de la Francia libre había problemas mucho más importantes. Para De Gaulle, aquel viaje significaba el principio del fin del largo camino que había emprendido tras su llamada del 18 de junio de 1940. Al final de aquel camino estaba París, la ciudad que había dejado cuatro años antes, siendo un joven general de brigada desconocido. Para regresar, estaba dispuesto a desafiar a sus aliados, a apartar a sus enemigos políticos, a arriesgar, si era preciso, su propia vida. En París y solamente en París, se hallaba la respuesta a su llamada de cuatro años antes.

Parecía extraño, después, que hubiese podido dudar de cuál sería aquella respuesta. Pero Guy sabía que, mientras cruzaban el cielo africano, el espíritu del general estaba lleno de dudas y de interrogaciones. En el fondo de sí mismo, se preguntaba si el pueblo de Francia estaría dispuesto a aceptarlo como jefe. Y De Gaulle no ignoraba que la contestación a esta pregunta no podía encontrarla más que en un lugar: en las calles de París.

El pasajero del avión France tenía una cita con la historia en aquellas calles para dentro de una semana exacta.