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El cabo Helmut Mayer iba a verse decepcionado en sus esperanzas. A la misma hora en que él entraba en el cine Vendôme, Choltitz se hallaba ya camino de París. El general había salido de Rastenburg, acompañado de su chófer Alfred Priez, a las siete de la tarde en el tren especial del GCG, de Hitler. El mismo Mercedes negro que había ido a buscarle por la mañana lo había acompañado hasta el largo vagón, pintado de azul y amarillo. Pero esta vez, al lado del chófer se había sentado un joven teniente del Regimiento «Gross Deutchland». Cuando el coche se detuvo al lado del tren, el joven teniente había cogido la mano del general, murmurando:
—¡Buena suerte, mi general! ¡Cómo le envidio a usted el que vaya a París!
Choltitz debía recordar luego el increíble consuelo que le produjo esta confidencia: «No podía pensar, aquella noche, que hubiese un solo ser en el mundo que me envidiase por ir a París». La entrevista que había sostenido por la tarde con el jefe de Estado Mayor de la Wehrmacht, el coronel general Alfred Jodl, no le había dejado duda alguna sobre la naturaleza de la misión que se le confiaba en París. Esta misión, resumida por Jodl en una orden de cinco puntos, tenía unas características tales que hacía presentir a Choltitz que le obligaría a manchar su propio nombre y honor con la sangre y las cenizas de la ciudad más bella del mundo.
A través del cristal de su departamento, el general vio desaparecer los pinos de Rastenburg. Pronto llegó la noche y el «Führer Sonderzug» oblicuó hacia las grandes llanuras trigueras, planas y monótonas, de Brandebourg. Del bolsillo de su chaqueta sacó un cigarro que le había regalado el mariscal Keitel aquel mismo día, al terminar de almorzar. Metódicamente lo cortó con la punta de los dientes. Luego, al darse cuenta de que no tenía cerillas, se levantó y abrió la puerta del pasillo. A mitad del mismo, acodado en la ventana abierta un viajero de cabellos canos y el pecho adornado con la cruz gamada de los Reichsleiter fumaba tranquilamente. El general creyó reconocer en él al Reichsleiter que se había sentado a su lado en la mesa del mariscal Keitel. Su nombre, se acordaba bien, era Robert Ley. El alto dignatario nazi parecía estar de un humor excelente. Se apresuró a encender el cigarro de Choltitz y pronto los dos hombres se enzarzaron en franca conversación. Choltitz explicó al Reichsleiter que acababa de ser nombrado gobernador militar de París. Describió la entrevista que había celebrado con el Führer y la misión especial que le había encargado. El Reichsleiter le felicitó cordialmente y expresó su convicción de que un soldado de su valía podía estar seguro de obtener el éxito en todo lo que emprendiera. Propuso, además, un brindis por el buen fin de aquella misión. Aquellos Französiche Schweine (cerdos franceses) dijo producían vinos maravillosos. El maître d hotel de Hitler, precisamente, acababa de regalarle una botella de «Burdeos», que le encantaría compartir allí mismo con el nuevo comandante del Gross Paris.
Los dos hombres fueron a instalarse en el departamento del general y comenzaron a beber alegremente.
Confidencia por confidencia, el alto dignatario nazi reveló al general Von Choltitz que él también había hablado con el Führer. El motivo de la entrevista era el texto de una nueva ley que había preparado y que, finalmente, había obtenido la conformidad de Hitler. Aquella ley sería promulgada al día siguiente, en Berlín. El Reichsleiter, dibujando finos arabescos con el humo de su cigarro, explicó que dicha ley sería llamada la Sippenhaft.
—¿La Sippenhaft? —repitió Choltitz, extrañado.
Con el más puro acento de la región de Hannover, de la que era originario, el Reichsleiter explicó que, en aquel momento, Alemania atravesaba uno de los períodos más difíciles de su historia. Choltitz debía saber que diariamente había generales que la traicionaban. Unos se rendían al enemigo sin combatir, otros se mostraban inferiores a su misión y otros, en fin, buscaban incluso suprimir al Führer. Tales debilidades, continuó, eran intolerables. Era evidente que los generales alemanes no podían tener más que una ambición: ejecutar las órdenes del Führer al pie de la letra.
—La Sippenhaft[19], mi querido general, velará precisamente porque esto se cumpla.
Con voz tranquila y sin revelar la menor emoción, el Reichsleiter dijo entonces al general que, a partir del día siguiente, 8 de agosto de 1944, «las mujeres y los hijos de los oficiales alemanes serían considerados como rehenes. Las familias responderían del comportamiento de los hombres. En ciertos casos, los rehenes podrían ser incluso condenados a muerte y ejecutados».
«Al oír estas palabras —confesaría más tarde Choltitz—, sentí un prolongado escalofrío a lo largo de mi viejo cuerpo de soldado». Contempló el líquido carmesí que quedaba aún en el fondo de su vaso. De repente, sintió ganas de vomitar. Escogiendo cuidadosamente las palabras, logró balbucir que si la Sippenhaft consistía verdaderamente en aquello, era señal pura y simple de que Alemania volvía a las prácticas de la Edad Media. El Reichsleiter lanzó un suspiro. Choltitz y él, repitió, debían comprender que la situación actual exigía tales medidas.
Tras estas palabras, el Reichsleiter vació su vaso de un trago y se levantó. Los dos hombres se desearon buenas noches. No debían volver a verse jamás[20].
Aquella noche, el comandante del Gross Paris trató en vano durante muchas horas de conciliar el sueño. Asustado por la imprevista información de su compañero de viaje, pensaba en la suerte que podía correr su familia por virtud de esa ley demoníaca si por desgracia algún día no podía ejecutar las órdenes del personaje que le había recibido aquel día en la atmósfera glacial de su bunker.
Dos días después, tras una breve estancia en Berlín, camino de París, se detendría en Baden-Baden para abrazar a sus dos hijas, Maria-Angelika, de catorce años, y Anna-Barbara, de ocho. Uberta, su esposa, fue a buscar al pequeño Timo a su cuna y el general lo hizo saltar sobre sus rodillas. Acaso fuese ésta la última vez en que el severo general alemán vería a aquellos cuatro seres, lo que más quería en el mundo y a los que había visitado tan pocas veces en el transcurso de los cinco años de guerra.
A las tres de la madrugada, Choltitz no dormía aún. Hizo entonces lo que nunca había hecho en su vida: se tragó de una vez tres píldoras de «Rivonal» y cayó en un sueño profundo.