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El subteniente Ernst von Bressensdorf, de veintisiete años, oficial adjunto de la 550.ª Compañía de transmisiones, se sobresaltó al ver encenderse una bombilla roja. Aquella lucecita indicaba que Berlín, o Rastenburg, llamaba por la línea directa ultra-secreta del Gobierno militar de París. Aquella línea pasaba por la central telefónica instalada en una de las habitaciones del tercer piso del hotel Meurice. Una treintena de telefonistas y varios suboficiales se relevaban cada veinticuatro horas en las distintas derivaciones de la central. Pese a su poca edad, Ernest von Bressensdorf era el jefe de aquel importante servicio. Entre sus prerrogativas, había una que apreciaba por encima de todo: él era el único autorizado a manipular en la línea directa con Berlín. A causa de este privilegio, se había expuesto a un consejo de guerra. Cuatro días antes, había descolgado el aparato y pedido a la operadora de Berlín que llamara a sus padres, en Leipzig. Ellos le habían enterado de un gran acontecimiento: su esposa acababa de traer una niña al mundo.

Fue una voz completamente distinta la que oyó aquella mañana al descolgar el aparato, la voz seca y precisa del coronel general Jodl que llegaba desde el otro extremo del hilo, «tan clara como si llamase desde el Louvre o los Inválidos». Bressensdorf conectó la línea al aparato del general Von Choltitz. Luego, introduciendo una clavija en un supletorio, decidió escuchar la conversación.

Al oír las primeras palabras de Jodl, el joven subteniente se sobresaltó.

—¿En qué estado se hallan los trabajos de destrucción ordenados? —preguntó.

El jefe de Estado Mayor del O. K. W. añadió que Hitler había reclamado un informe detallado para la conferencia del mediodía. Bressensdorf recuerda que hubo un largo silencio en el aparato. Luego Choltitz contestó que, desgraciadamente, las destrucciones no habían podido empezarse aún, ya que los especialistas no habían llegado hasta la víspera. Aseguró que se harían rápidamente los preparativos. Jodl, según Bressensdorf recuerda, pareció muy decepcionado. Aseguró que Hitler estaba «muy impaciente». El gobernador de París aprovechó la ocasión para decirle lo que ya había dicho la víspera a Blumentritt y al mariscal Von Kluge. Cualquier destrucción efectuada en París, en aquellos momentos, llevaría, según él, a lo que más temía: «La ira desesperada de los parisienses y una insurrección general». Proponía, por tanto, que se retrasaran las destrucciones unos días. Jodl contestó que transmitiría estas recomendaciones a Hitler, pero que no debía esperarse que ello le hiciera cambiar su decisión. Volvería a llamarle, para darle la contestación de Hitler. La breve conversación terminó, según el joven subteniente, con unas palabras tranquilizadoras de Choltitz, quien afirmó al jefe del O. K. W. que tenía la situación completamente controlada y que «los parisienses no habían osado moverse todavía».

La lluvia que caía sobre París desde el mediodía barría las pistas de tenis con tal violencia que el tío Martin, el conserje del estadio Jean Bouin, no creía tener cliente alguno aquella tarde. Estaba equivocado. Hacia las tres, cuando más fuerte era la tempestad, oyó una llamada. En la puerta, con una raqueta en la mano derecha y un pollo en la otra, descubrió a uno de sus mejores clientes. Agotado, chorreando agua, Jacques Chaban-Delmas se dejó caer sobre una silla.

—¿De dónde viene usted? —preguntó el tío Martin sorprendido.

—De Versalles, a causa de este maldito pollo —contestó Chaban-Delmas mostrándole el volátil.

En Argel, en medio del calor tórrido de aquella misma tarde, una decisión acababa de recaer sobre el largo informe enviado por Chaban-Delmas. Charles de Gaulle iba a partir para Francia. Pero, antes de irse, el jefe de la Francia Libre debía cumplir con una formalidad muy penosa: pedir a los aliados que le autorizaran a trasladarse a su propio país. Bajo el polvoriento ventilador de su oficina del Palais d’Eté, De Gaulle llamó al general sir Henry Maitland Wilson, que representaba al mando aliado en Argel. Según indicó a aquel cortés oficial, se proponía efectuar una simple inspección en la parte de Francia que los aliados habían liberado.

En realidad, las intenciones de Charles de Gaulle sobrepasaban los límites de una simple inspección. De Gaulle se preparaba para llevar su propia persona primero y luego su Gobierno al territorio francés y, especialmente, a París. Tanto si los aliados lo querían como si no, tanto si Roosevelt reconocía su autoridad como si no lo hacía, el jefe de la Francia Libre estaba ahora decidido a instalarse en Francia. Si omitía voluntariamente hacerlo saber así al mando aliado, se debía a dos razones. Ante todo, De Gaulle estimaba que sus decisiones no afectaban para nada a los aliados. Por otra parte, se daba perfecta cuenta de que, si los aliados llegaban a conocer sus intenciones, harían todo lo posible para que no saliera de Argel.

Pocos días antes, De Gaulle se había enterado de la desesperada maniobra que intentaba Pierre Laval para cerrarle el paso. Laval había ido a buscar a Édouard Herriot, el presidente de la Cámara de Diputados, a la clínica donde lo retenían los alemanes y lo había llevado de nuevo a París. Laval esperaba lograr de Herriot la convocatoria de la difunta Cámara y la constitución de un Gobierno que recibiría a los aliados. De Gaulle creía que este complot de última hora no tendría éxito. Pero la convicción de que aquella intriga contaba con el apoyo de los estadounidenses constituía para el jefe de la Francia Libre una razón más para querer llegar a París urgentemente[53].

En la confortable roulotte del cuartel general de Shellburst, desde donde dirigía las operaciones, el general Eisenhower mostraba aquel día una sonrisa de satisfacción. Los oficiales de Estado Mayor le llevaban, de hora en hora, los informes sobre el desarrollo de los combates en la bolsa de Falaise. Y, de hora en hora, Eisenhower veía crecer la lista de las unidades alemanas caídas en la trampa. Podía pensar ahora en la próxima operación: la embestida hacia el Sena y Alemania. No sentía preocupación especial alguna con respecto a la situación de París. Nadie se había molestado en informar al comandante en jefe de que en la capital estaba a punto de estallar una rebelión. Por alguna razón inexplicable, el SOS de Chaban-Delmas no había sido retransmitido al único hombre responsable de la estrategia aliada.

A sesenta kilómetros al sur de París, cerca de un pueblo de techos de pizarra llamado Tousson, se encendió una luz en la noche de agosto. Muy pronto, a seiscientos metros hacia el Éste, lució otra, y luego una tercera, a la misma distancia, pero más hacia el Sur. Alrededor de toda la vasta meseta, cubierta de rastrojos, ocultos entre las matas de juncos o entre las hierbas altas de los taludes, cincuenta hombres vigilaban el pestañeo intermitente: dos destellos largos, uno corto, de las tres luces.

Aquellos hombres pertenecían al comando que mandaba un hombre alto, de treinta años, que llevaba una camisa de aviador y un pantalón de esquiar. Se hacía llamar Fabri. Su verdadero nombre era Paul Delouvrier y, en su vida civil, ocupaba el cargo de inspector de Hacienda.

Fabri había instalado su cuartel general —una tienda, dos mesas, un emisor de radio alimentado por una batería de coche— entre la maleza casi impenetrable de los bosques de Darvaux. También se encontraban allí, camuflados bajo el espeso follaje, dos automóviles con los colores de la Wehrmacht que Fabri y sus hombres habían capturado en una de sus operaciones.

Sería difícil encontrar una tropa más heterogénea. Estaba integrada por doce guardias republicanos, que habían desertado por negarse a fusilar a unos resistentes en la cárcel de la Santé, un artista pintor, que se había evadido de la cárcel de Amiens, algunos miembros de la escuela de mandos de Uriage… También había ex milicianos de Darnand e incluso un viejo sargento de la LVF, titular de la Cruz de Hierro de 1.ª clase.

El comando Fabri, avituallado de víveres por los paisanos y provistos de armas por el carnicero-tocinero de Nemours, llevaba una vida espartana y militar en la frondosidad de los bosques de Fontainebleau y de Nemours. Era el orgullo de su jefe. La misión que se le había confiado era tan extraordinaria que, cuando el momento llegase, solamente podrían llevarla a cabo hombres bien entrenados y perfectamente disciplinados.

A partir del mes de mayo, el comando Fabri había repetido numerosas veces el ejercicio de aquella noche de agosto. Tal ejercicio consistía en preparar el aterrizaje de un avión. Los hombres sabían que aquel avión llevaría un importante personaje, que debían conducir a París en uno de los coches capturados a la Wehrmacht.

Aquella noche del 16 al 17 de agosto, Paul Delouvrier se sentía especialmente satisfecho. Sus hombres estaban bien preparados. Él mismo había llegado a París en bicicleta, por la tarde, después de ver a su jefe, que acababa de llegar de Londres. Arrodillado en la penumbra discreta de la iglesia de Saint-Sulpice, Jacques Chaban-Delmas había advertido a Paul Delouvrier que, en adelante, debía considerarse en estado permanente de alerta.

Después del ejercicio, Paul Delouvrier reunió a sus adjuntos en el soto de su cuartel general y les repitió las palabras de Chaban-Delmas. El mensaje que debían esperar en las ondas de la BBC sería una frase de cinco palabras: ¿Tú has desayunado bien, Jacquot? Seis horas después de haber oído la pregunta, se presentaría un Lysander, para aterrizar sobre la meseta de Tousson. El coche debía encontrarse a punto para recoger al viajero y conducirlo, bajo protección armada, a la dirección de París que él indicase. Se debían prever itinerarios eventuales, para el caso de que el enemigo diera señales de vida.

—Señores —dijo Paul Delouvrier—, ahora ya puedo revelarles la identidad del personaje que irá a bordo del avión. Es el propio general De Gaulle[54].