24
De nuevo la negra noche envolvía la campiña que rodeaba al pequeño pueblo normando de Ecouché. Pero aquella noche no había ni silencio ni conspiradores alrededor de las tiendas ocultas bajo los árboles. De pie sobre los escalones de su roulotte de mando, de donde, cuarenta y cuatro horas antes, había visto partir a Jacques de Guillebon hacia París, el general Leclerc oía ahora el tableteo de las máquinas de escribir que transcribían la orden de operación en ocho puntos que acababa de dictar. Exactamente dentro de dos horas y treinta minutos, Philippe Leclerc iniciaría el recorrido de los últimos doscientos kilómetros del largo viaje hacia París que había emprendido cuatro años antes en una piragua del Camerún.
Leclerc cogió la hoja de papel mecanografiada que le tendía un secretario: «Para esta operación que conducirá a nuestra división hasta París, os pido un esfuerzo que tengo la certeza de obtener de todos vosotros». Leclerc miró su reloj. Después, firmó y puso la fecha en la orden. Era justamente medianoche.
A aquella misma hora, a mil novecientos kilómetros al Éste, bajo unos árboles cuatro veces más altos que los manzanos de la huerta de Ecouché, en el corazón del bosque de pinos de Rastenburg, acababa de empezar la conferencia estratégica de Hitler. Alrededor de la mesa, rodeando al Führer, cuya mano derecha, según recuerda Warlimont, temblaba ligeramente, se encontraban el Feldmarschall Keitel, los generales Burgdorf, Buhle, Fegelin y el ayudante de campo de las SS de Hitler, el Hauptsturmführer Gunsche. Escuchaban todos en religioso silencio al general Jodl, quien, con las dos manos apoyadas sobre un mapa, emitía el informe de la situación en el frente del Oeste. Hitler, una vez más, había dado orden de que aquel informe precediera al del Éste.
Cuando Jodl hubo terminado, Hitler levantó de inmediato la cabeza. Con voz brusca preguntó dónde estaba el «mortero». Aquella vez, el general Buhle estaba en situación de poder contestar. El famoso mortero Karl y el tren especial de municiones habían llegado a la región de Soissons, a menos de cien kilómetros de París. Al pensar que aquel ingenio de muerte llegaría pronto a su destino, Hitler dejó escapar un gruñido de satisfacción.
—Jodl, escriba —ordenó febril y jadeante. Y empezó a brotar de su boca un torrente de palabras en forma tan rápida que el digno Jodl casi no alcanzaba a seguirle.
La defensa de la cabeza de puente de París —dictó Hitler— es de capital importancia en el plan militar y político. La pérdida de la ciudad acarrearía la rotura de todo el frente del litoral al norte del Sena y nos privaría de nuestras plataformas de lanzamiento para la batalla a distancia contra Inglaterra.
A todo lo largo de la historia —siguió diciendo Hitler, mientras golpeaba con el puño sobre la mesa—, la pérdida de París ha acarreado la pérdida de Francia entera.
El Führer recordaba a continuación al comandante en jefe del Oeste, a quien iba destinado el mensaje, que había designado dos divisiones de Panzer para defender la ciudad. Le ordenaba que, a la primera señal de sublevación en París, hiciera uso de «los medios más enérgicos, tales como destrucción de bloques enteros de casas», trabajo que sería facilitado por la llegada de Karl, y «la ejecución pública de sus dirigentes». Al pronunciar aquellas palabras, Hitler se encontraba en un verdadero estado de trance. La baba fluía de su boca. Acabó diciendo:
París no debe caer en manos del enemigo. De no conseguirlo, el enemigo no debe encontrar más que un montón de ruinas.
Cuando Hitler cesó de hablar, en el bunker se hizo un gran silencio. Warlimont recuerda que sólo se oía el runruneo de los aparatos de ventilación y el rasgueo frenético del lápiz de Jodl sobre el papel, afanándose en anotar las últimas palabras del amo del Tercer Reich.
A cincuenta kilómetros al sur de la frontera francoalemana, en la ciudad de Metz, sumida en la oscuridad, las sombras inquietantes de los Panzer aplastaban los adoquines de la ruta que habían seguido tres generaciones de invasores alemanes en menos de un siglo. Los soldados, cansados de su largo viaje desde Jutlandia, avanzaban como autómatas dentro de los pesados vehículos. Aquellas tropas, cuya llegada ni siquiera había sido anunciada a Choltitz, constituían los refuerzos destinados a obligar al comandante del Gross Paris a combatir. Eran los primeros elementos de la 26.ª División de Panzer, que acababan de llegar a Francia. Al igual que los hombres de la 2.ª DB en los vergeles de Normandía, los soldados de la 26.ª División de Panzer se encontraban a menos de trescientos kilómetros de París. Y ellos también habían emprendido el camino hacia París a toda la velocidad de los motores.