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Sin decir palabra, Dietrich von Choltitz tendió al hombre bajo y con monóculo que tenía enfrente la hoja de papel azul. Hacía veinte años que Choltitz conocía al coronel Hans Jay. De jóvenes, cuando ambos eran oficiales, habían servido juntos en el mismo Regimiento. Y dos años antes, en el hotel Adlon de Berlín, habían celebrado juntos la promoción de Choltitz a general. Mientras el coronel, impasible, leía el telegrama, Choltitz contemplaba, una vez más, la perspectiva de las Tullerías desde su balcón. Pero aquella mañana no había risas de niño y ni una sola vela animaba los jardines sobre el agua límpida de los estanques. Alrededor de los macizos y de los bosquecillos que, dos siglos y medio antes, había diseñado Le Nôtre, el general alemán podía ver únicamente las siluetas sombrías y amenazadoras de sus soldados.

Cuando Jay terminó de leer el telegrama, lo plegó y lo devolvió al general. Choltitz buscó en vano alguna sombra de emoción en la cara fina y distinguida del que tenía ante él. Esperaba una palabra de comprensión, un gesto de consuelo, algo que le hiciera sentir que no estaba solo. Porque, en el telegrama, estaba escrita la orden más brutal que había recibido en toda su carrera militar, la orden demente que Hitler había dictado a Jodl la noche anterior y que ordenaba a Choltitz convertir la ciudad que se extendía a sus pies en un «campo de ruinas». Pero Jay se limitó a lanzar un suspiro y murmurar:

—Es una desgracia, pero ¡no tienes donde escoger[118]!

Era la misma contestación que, diez minutos antes, había recibido del único hombre a quien había mostrado también el telegrama: su frío y distante jefe de Estado Mayor, el coronel Hans von Unger.

Al oír aquellas palabras, el general Choltitz apoyó con gesto brusco la pesada mano sobre el aparato telefónico y ordenó:

—Póngame con el Grupo de Ejércitos B.

Bañada por la luz artificial de su bunker subterráneo de Margival, a noventa kilómetros al norte de París, del cual no había salido en cinco días, la cara del jefe de Estado Mayor del Grupo de Ejércitos B había adquirido un tinte cerúleo. No obstante, en aquel momento parecía más pálida aún, al escuchar la voz brutal, imperiosa y cargada de sarcasmo que resonaba en el aparato.

—Creo que se sentirá satisfecho de saber que el Grand-Palais está ardiendo.

Luego, el comandante del Gross Paris expresó su gratitud por la «bonita orden» que le había mandado el Grupo de Ejércitos.

—¿Qué orden? —preguntó Speidel.

—¡La orden de convertir a París en un montón de ruinas! —contestó Choltitz.

—El Grupo de Ejércitos no ha hecho más que retransmitir la orden —protestó Speidel—. Proviene personalmente del Führer.

Haciendo caso omiso de las protestas de Speidel, Choltitz continuó diciendo que quería que estuviese enterado de las disposiciones que había tomado para la ejecución de aquella orden. Ya había hecho colocar una tonelada de explosivos en la Cámara de los Diputados, dos toneladas en el subsuelo de los Inválidos y tres toneladas en la cripta de la catedral de Notre-Dame.

—Supongo, naturalmente, Herr general —continuó Choltitz—, que estará usted de acuerdo con estas medidas.

A estas palabras, siguió, de momento, un grave silencio. Speidel dirigió la mirada a los frágiles cuadros de las torres de Notre-Dame y la perspectiva de las Tullerías que decoraban las paredes de acero y hormigón de su bunker. Luego, con voz apenas perceptible, contestó:

—Sí…, naturalmente, Herr general… Estoy de acuerdo.

Choltitz advirtió entonces al jefe de Estado Mayor que también lo tenía todo preparado, «para hacer saltar de una vez la Madeleine y la Ópera». Dijo, además, que se estaban haciendo los preparativos para dinamitar el Arco de Triunfo, con objeto de dejar libre el ángulo de tiro de los Campos Elíseos «y también la torre Eiffel, a fin de que las vigas de hierro, al caer, obstruyeran los puentes, que, para entonces, ya habría destruido».

Speidel, en su bunker, se preguntaba si el comandante del Gross Paris bromeaba o había perdido la razón. Pero Choltitz no bromeaba. Tampoco había perdido la razón. Aterrado por la orden que le había transmitido el Grupo de Ejércitos, trataba de «hacer comprender a Speidel la terrible situación de un soldado que recibe semejante orden y debe obediencia a sus jefes».

Al otro lado del Sena, en la central de transmisiones de la calle Saint-Amand, casi vacía, los hachazos del Feldwebel Blache resonaban como disparos. Blache, el suboficial cuyos hombres, cuatro días antes, habían sido «asados como salchichas» ante la prefectura de policía, destruía, uno tras otro, los doscientos treinta y dos telégrafos. Su camarada, el Feldwebel Max Schneider, tendía al mismo tiempo los cuatrocientos metros de mecha conectada a las doscientas cargas explosivas que habían sido repartidas entre los tres pisos subterráneos de la Central. La mecha dio pronto la vuelta al bloque de casas y llegó hasta el Peugeot 202, desde el cual debía provocar la explosión el jefe del comando de destrucción, el Oberleutnant Von Berlipsch. Blache hizo saltar en pedazos al último aparato y los seis hombres del comando salieron corriendo del edificio. Tras ellos oyeron que las notas de un vals salían por una ventana. Con el apresuramiento, habían olvidado destruir la emisora de radio.

Blache pudo ver, al final de la calle, tras los Feldgendarmes, las caras ansiosas de los vecinos del barrio que habían evacuado sus casas precipitadamente. Con un brusco gesto, el Oberleutnant Von Berlipsch bajó la palanca de contacto. Segundos después, la central de transmisiones, que, durante cuatro años, había atendido a todos los mensajes de los Ejércitos alemanes del frente del Oeste, desde Noruega a España, desapareció en medio de una espesa nube de polvo y de humo. Eran las 11,51. Acababa de llevarse a cabo una ínfima parte del vasto programa de destrucciones a que Hitler había condenado a París.

En el subsuelo de los Inválidos, otro oficial, el Oberleutnant Ottfried Daub, del 112.º Regimiento de Transmisiones, vigilaba el tendido del cable detonante conectado a las cargas colocadas bajo la central telefónica. Los hombres del Spreng Kommando del Oberleutnant Daub habían colocado también en las galerías, además de los explosivos, botellas de oxígeno comprimido a ciento ochenta atmósferas. En el momento de producirse la explosión, aquellas botellas tendrían la fuerza destructiva de decenas de bombas incendiarias. Provocarían un incendio pavoroso, que asolaría completamente la central y, probablemente, los edificios cuatro veces centenarios de los Inválidos, el Museo de la Armée, el Hotel de los Inválidos e incluso la cúpula de oro bajo la cual descansaba, en un sarcófago de mármol[119], otro conquistador de Europa: Napoleón Bonaparte.

Por su parte, en el Palacio de Luxemburgo, a pesar de las treinta y cinco horas de cortes eléctricos, los obreros de la organización Todt habían acabado de horadar las cámaras de minas. Los soldados de Choltitz habían amontonado ya en las bodegas del palacio siete toneladas de chedita, lo suficiente para hacer llover sobre la mitad de París los restos de la cúpula de ocho caras y convertir en confeti los frescos de Delacroix.

En la plaza de la Concordia, tras las columnas corintias del Palacio de Gabriel, sobre el cual ondeaba el pabellón blanco y negro de la Kriegsmarine desde hacía ya cuatro años, los marinos a las órdenes del Korvet-Kapitän berlinés Harry Leithold guardaban en sus bodegas más de cinco toneladas de Tellermina y municiones. Lo bastante, según había asegurado a sus superiores, para «hacer saltar el edificio y todo el bloque de casas adjunto».

Al extremo de la gran plaza, en la otra orilla del Sena, los soldados de la 813.ª Pionierkompanie del capitán Werner Ebernach, que ocupaban el patio de la Cámara de los Diputados, habían recibido refuerzos. Durante la noche había llegado del Éste la 177.ª Pionierkompanie de la 77.ª División de infantería. Mientras los hombres de Ebernach acababan de minar los cuarenta y dos puentes del Sena, cuya explosión, en aquel París tan densamente poblado, provocaría una catástrofe tal que la destrucción de los puentes de Chartres no representaría a su lado más que un simple rasguño, la nueva compañía terminaba la excavación de las cámaras de minas bajo los edificios cercanos a la Cámara de los Diputados. En las bodegas del mismo Palacio Bourbon, templo de la democracia francesa, y en el elegante hotel vecino, el hotel de Lassay, residencia del presidente de la Cámara, los martillos neumáticos habían horadado ya los lugares destinados a albergar los explosivos. Más allá, bajo las habitaciones artesonadas en oro del Ministerio de Asuntos Exteriores, los soldados de la 177.ª Pionierkompanie habían depositado varías cajas de TNT. De este modo, el admirable conjunto arquitectónico que bordea la plaza de la Concordia y el Sena, desde el bulevar Saint-Germain hasta la explanada de los Inválidos, estaba destinado a desaparecer de una sola vez. Al mismo tiempo, en el otro lado de la plaza, los marinos del Korvet-Kapitän Leithold harían saltar los Palacios de Gabriel, a cada lado de la calle Royale. Con lo cual incluso dentro del mismo horror, sería respetada la simetría de la plaza más bella del mundo. No quedarían más que ruinas, tanto de un lado como del otro.

Un Kuberwagen camuflado con follaje llegó aquella mañana a la explanada del Campo de Marte y se detuvo ante el pilar sur de la torre Eiffel. Cuatro hombres se apearon de él y dieron la vuelta a pie alrededor de cada pilar. Pertenecían los cuatro al Verkindugskommando (comando de enlace) de la división SS Liebenstandarte Adolf Hitler. Hacía una hora que habían recibido un mensaje directo de Berlín. Aquel mensaje les ordenaba preparar la destrucción del Waterzeichen von Paris in die luft zu jagen, es decir, «del símbolo de París en el cielo». El Untersturmführer Hans Schuett, de Leipzig, y sus camaradas no habían vacilado ni un segundo. En su mente, el «símbolo de París» no podía ser otra cosa que la torre Eiffel.

En las estaciones, las centrales eléctricas, las centrales telefónicas, bajo los Inválidos, en el Palacio de Luxemburgo, la Cámara de los Diputados, alrededor de los cuarenta y dos puentes, del Quai d’Orsay y de la Kriegsmarine de la Concordia, en una palabra, en todo París, estaban ya casi terminados los preparativos del despiadado plan impuesto por el O. K. W. Faltaban muy pocas horas de trabajo y la orden del general Von Choltitz para que París corriera la suerte apocalíptica de Varsovia. No obstante, en su despacho del hotel Meurice, el general alemán se sentía presa de terrible indecisión. Algunos de sus oficiales se habían permitido ya reprocharle no haber hecho uso de todos sus medios para reprimir la insurrección. Rodeado por hombres que parecían aceptar con fatalismo las órdenes dementes de Adolfo Hitler, Dietrich von Choltitz se preguntaba angustiado por cuánto tiempo podría diferir aún su ejecución.