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La radio dejaba oír una dulce melodía. El hombre «que silbaba al hablar», instalado confortablemente en el sillón de un famoso dentista londinense, veía acercarse el fin de sus males. Ante Larry Leseur, locutor de la cadena estadounidense CBS, estaba el diente completamente nuevo que el dentista mantenía cogido con una pinza, a punto de colocárselo.

Leseur se decía que, dentro de su desgracia, había estado de suerte. Si aquello le hubiese sucedido unos cuantos días después, se le habría escapado el único acontecimiento de toda aquella guerra que no hubiese querido perder por nada en el mundo: la liberación de París.

De repente, cesó la música y Leseur oyó que el locutor rogaba a los radioyentes que no se apartasen del aparato, porque iban a dar una «noticia importante». Segundos después, una voz desenfrenada gritaba por el aparato: «¡París ha sido liberado! ¡París ha sido liberado!».

Al otro lado de Londres, en un estudio de Bush House, cuartel general de la BBC, el representante londinense de la cadena estadounidense CBS se sintió el hombre más feliz de la capital británica al oír aquel grito. Dick Hottelet tenía guardada en un cajón una pequeña cajita redonda que contenía un tesoro inapreciable. Era el reportaje imaginario de la liberación de París que había sido grabado la víspera por Charlie Collingwood, el competidor directo de Larry Leseur. Por una serie extraordinaria de circunstancias, le había llegado el registro sin haber sido censurado[120].

Collingwood había logrado el éxito más sensacional de su vida. Dentro de breves instantes, su voz penetraría en millares de hogares, describiendo con acento dramático la liberación de París. Dos diarios de Nueva York cambiaron de inmediato su primera página y publicaron íntegramente el reportaje, bajo unos títulos enormes. En Méjico, donde eran entonces las cinco de la mañana, todos los periódicos modificaron asimismo su primera edición. Sobre la pantalla luminosa del diario Excelsior, aparecieron de repente, en la noche, escritas con letras de fuego, las tres palabras: «París está liberado»[121]. Al cabo de algunas horas, cuando se recibió la noticia tres mil kilómetros más al Sur, la muchedumbre invadiría, por primera vez desde 1939, las calles de Buenos Aires e iría a gritar bajo la ventana de Perón: «¡Democracia, sí; Eje, no!». En el otro confín de Estados Unidos, la noticia corrió también por las tortuosas calles de Quebec. El alcalde Lucien Borne pidió entonces a sus conciudadanos que empavesaran la ciudad con la enseña tricolor. El mismo Franklin D. Roosevelt, cuando se enteró de la noticia, en Washington, al despertarse, sonrió y dijo: «Es un presagio brillante de la victoria total».

A unos centenares de metros de la Casa Blanca, el viejo general Pershing, que, veinticinco años antes, se había batido tan valerosamente para liberar a Francia, tuvo aún fuerzas para articular algunas palabras desde su lecho en el hospital: «¡Qué feliz me siento!», dijo En Nueva York, al pie del rascacielos del Rockefeller Center, ante veinte mil delirantes estadounidenses, Lily Pons comenzó a cantar La Marsellesa, mientras unos marinos con pompón rojo en su gorra izaban la bandera tricolor. En Londres, en las calles populares del Soho, en Piccadilly Circus, alrededor de la columna de Nelson en Trafalgar Square, la gente se felicitaba, se abrazaba y entonaba también La Marsellesa. Para los miles de londinenses, tan duramente afectados por la guerra, la liberación de París suponía un día glorioso anunciador de la victoria final. El mismo monarca, uniéndose al regocijo de sus súbditos, envió un expresivo telegrama a De Gaulle para expresarle su alegría.

En medio de la euforia general, nadie prestó la menor atención a las protestas confusas del Gran Cuartel General aliado. La increíble nueva se había propagado con tanta rapidez a todos los confines del mundo que no había mentís alguno que pudiera detenerla.

Y, no obstante, era el bulo mayor de la historia. Sobre París, en cuyas calles y avenidas retumbaba el estruendo de los carros y camiones del general Von Choltitz, la nueva de la liberación fue como una ducha de agua helada. El teniente estadounidense Bob Woodrum, que en la trastienda del tocinero de Nanterre se preguntaba angustiado si su amigo Pierre Berthy, encerrado en Mont-Valérien, seguiría aún con vida, oyó de repente a Lily Pons entonar La Marsellesa. Como para hacerle coro, pasó entonces por la calle, disparando, una autoametralladora y varias balas se incrustaron en la parte frontal de la tienda. El estadounidense se dijo, estupefacto: «¡No es posible! ¡Alguien tiene que estar equivocado!». En el apartamento privado del presidente del Consejo, en el hotel Matignon, que hacía dos días ocupaban Yvon Morandat y su secretaria Claire, ambos se miraron aturdidos. Al mismo tiempo que les llegaban por la radio las notas solemnes del carillón del Big Ben anunciando la liberación de su ciudad, Yvon y Claire oían el crepitar continuo de los disparos en las calles próximas. Claire estaba furiosa:

—Estos j… no saben lo que se dicen —murmuró.

Y cerró la radio con rabia.

En el cuarto piso del número 3 de la plaza del Palacio Bourbon, justamente enfrente de la entrada a la Cámara de los Diputados, donde precisamente aquel día los soldados alemanes daban muestra de una actividad inusitada, una mujer reconoció de pronto la voz de Charlie Collingwood. Hacía diez minutos que otra voz, la del conserje del inmueble, habría advertido a Marie-Louise Bousquet, una dama de la sociedad parisiense, que los alemanes se preparaban para hacer saltar la Cámara y los edificios contiguos. Marie-Louise Bousquet estaba ahora llena de estupor. ¿Cómo podía ser que un joven tan encantador como aquel estadounidense, que ella había recibido varias veces en sus salones antes de la guerra, pudiera hacer algo así? Marie-Louise se prometió que, si tenía ocasión de ver nuevamente a Collingwood, le haría lamentar su ligereza.

Por primera vez en tres días y tres noches, el coronel André Vernon bebió su taza de té sin hacer mueca alguna. En su pequeño despacho del Estado Mayor de las FFI de Bryanston Square, en Londres, encendió la pipa, se arrellanó confortablemente en el sillón y pensó con satisfacción en el gran bulo que había lanzado. Porque era él el verdadero autor de la falsa nueva de la liberación de París. Hacía seis horas que, en aquel mismo despacho, había descifrado el último mensaje de Jacques Chaban-Delmas. Era un SOS patético, en el que advertía que, a menos que los aliados llegasen inmediatamente a París, habría una tremenda matanza. Vernon ignoraba que en aquel momento la 2.ª DB corría hacia París. Se había torturado los sesos en busca de una idea, una estratagema que pudiera obligar a los aliados a iniciar por fin la marcha sobre la ciudad. De repente, tuvo una idea luminosa. En el silencio del alba, comenzó a escribir unas palabras. Era un boletín de noticias tan imaginario como el mismo reportaje que Charlie Collingwood había registrado la víspera. El astuto coronel se dijo que si la BBC aceptaba darlo por las ondas, el Mando aliado no podría hacer otra cosa que ocupar la ciudad que él mismo acababa de liberar de un plumazo.