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El ordenanza Helmut Mayer avanzaba por el corredor alfombrado de rojo con paso silencioso. Sobre la bandeja que llevaba en la mano, estaba el desayuno de costumbre del general: una taza de café solo, cuatro rebanaditas de pan y mermelada de naranja. Al igual que cada mañana, llevaba también una carpeta negra. Se la había entregado algunos minutos antes el ayudante de campo del general Von Choltitz, el teniente Von Arnim. Se guardaban en ella los telegramas y mensajes llegados durante la noche al Estado Mayor del hotel Meurice. El ordenanza advirtió que aquella mañana la carpeta era más gruesa que de costumbre.

Mayer abrió la puerta de la habitación número 238 sin hacer ruido, dejó la bandeja sobre la mesita de noche y fue a descorrer las cortinas. Al entrar en la estancia los primeros rayos del sol, el general abrió los ojos. Luego como todas las mañanas desde hacía siete años, preguntó a su jovial servidor.

—¿Qué tiempo hace hoy, Mayer?

Hacía un día gris y eran exactamente las siete de la mañana del 24 de agosto. Aquel día que acababa de empezar sería el último en que el cabo Helmut Mayer llevara el desayuno al gobernador militar del Gross Paris.

Choltitz se ajustó el monóculo, abrió la carpeta y comenzó a leer los telegramas. El primero era la orden personal que Hitler había dictado a Jodl la noche anterior. Mandaba «reducir sin piedad los focos de insurrección […] y aplastar con bombas explosivas e incendiarias los barrios de la ciudad donde se mantuviera aún la revuelta»[128]. Las copias de las órdenes que el Feldmarschall Model había dirigido a la 47.ª División de infantería, al 1.er Ejército y a la 11.ª Brigada de cañones de asalto informaron a Choltitz que el O. K. W. le mandaba refuerzos. Pero la carpeta contenía aquel día la noticia importante que Model, por dos veces, había olvidado dar a conocer al comandante del Gross Paris[129]. Un telegrama procedente del buró de operaciones del Grupo de Ejércitos B informaba por fin a Choltitz de que las Panzer SS 26.ª y 27.ª habían entrado en Francia y estaban ya en camino de París para ponerse bajo su mando.

Recuerda Choltitz que, durante un buen rato, apoyada la cabeza en la almohada, se sintió incapaz de hacer el menor movimiento. El terrible dilema que venía atormentándole desde hacía cuarenta y ocho horas, dudando entre ignorar las órdenes recibidas o destruir París, iba a resolverse en forma trágica. La otra eventualidad, la que Choltitz mismo había deseado, la ocupación inmediata de París por los aliados, no se había realizado. Hacía día y medio que la misión Nordling había salido y hasta ahora nadie había tenido la menor noticia de ella. Choltitz veía claro ahora que los angloestadounidenses no habían querido, o no habían podido, aprovechar su gesto y lanzarse hacia la capital que no estaba protegida por ninguna defensa seria. Y puesto que le llegaban los refuerzos, Choltitz tendría que batirse para defender a la ciudad. Su sentido del deber, su honor militar, le obligaban a ello. Choltitz sabía que sería una batalla inútil: unos cuantos días ganados en una guerra ya perdida, al precio de miles de muertos y de destrucciones irremisibles. Pero el general se encontraba entre la espada y la pared. Aquella vez no había posibilidad de elección. Tenía que combatir.

Era la primera vez en toda su carrera que el viejo guerrero, el vencedor de Rotterdam y de Sebastopol, consideraba tal perspectiva con tan poco entusiasmo. Pero a despecho de todas las reticencias personales que pudiese sentir ante la batalla que iba a librar, estaba resuelto a librarla sin debilidades.

Bebió de un sorbo la taza de café, se levantó de la cama y, descalzo, se dirigió hacia la bañera que Helmut Mayer había llenado.

A menos de quinientos metros del cuarto de baño donde el general alemán, envuelto en una nube de vapor, reflexionaba sobre los telegramas que acababa de recibir, un muchacho fuerte, de cara bronceada, escuchaba estupefacto lo que le estaba revelando una voz de entonaciones germánicas en el piso segundo de una casa de la calle de Anjou. Instalado confortablemente en un silloncito antiguo, cerca de la cama donde el cónsul Nordling se reponía de su crisis cardíaca, el agente de la Abwehr, Bobby Bender, repetía palabra por palabra al inspector de Hacienda Lorrain Cruse, adjunto directo de Jacques Chaban-Delmas, el contenido de todas las órdenes y mensajes de que acababa de enterarse el propio Dietrich von Choltitz.

Bender, gracias a las complicidades con que contaba en el Estado Mayor del Gross Paris, conocía el contenido de todas las comunicaciones casi antes que sus mismos destinatarios. Sabiendo que en casa de Nordling iba a encontrar a un representante de la Resistencia, Bender había anotado con especial cuidado las informaciones llegadas durante la noche anterior.

Afirmaba el alemán que la situación era extremadamente grave. Con las dos divisiones Panzer SS, la 47.ª División de infantería, los elementos blindados del 1.er Ejército y los cañones de asalto de la 11.ª Brigada, Choltitz libraría una batalla salvaje. Las órdenes de destrucción que recibía de Hitler eran cada día más despiadadas. No le quedaría otro recurso que ejecutarlas. De lo contrario, él y su familia estaban expuestos a ser fusilados. Con voz patética, el alemán terminó diciendo al francés y al sueco:

—Si los aliados no llegan en las próximas horas, ocurrirá un desastre.

A estas palabras, Lorrain Cruse se levantó y salió precipitadamente del apartamento del cónsul de Suecia. Montó en su bicicleta y pedaleó a toda velocidad hacia el lugar secreto donde Chaban-Delmas había instalado su cuartel general.

—¡Pronto! —gritó al entrar casi sin resuello en el despacho del joven general—. Hay que mandar aviso a los aliados. Choltitz espera dos divisiones SS. Cuando lleguen, ¡combatirá y destruirá a París!

Veinte minutos más tarde, inclinado sobre el manillar de la bicicleta, un muchacho alto y rubio volaba por los bulevares exteriores hacia la puerta de Orleáns. Se llamaba Jacques Petit-Leroy y tenía veinticuatro años. Se sentía alegre y orgulloso. Aquélla era la primera misión de confianza que le encomendaba la Resistencia. Montado en su vieja bicicleta, intentaría franquear las líneas alemanas para encontrar al general Leclerc o a los estadounidenses y darles a conocer el texto de los mensajes ultrasecretos de los que el mismo comandante del Gross Paris acababa de enterarse. Así, por última vez, sabrían los aliados que París sería destruido si sus tropas no lo ocupaban en las próximas horas.