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En el fondo del valle, la pequeña villa se despertaba apenas, envuelta en un manto de niebla. Una mujer anciana abría su tienda al final de la Viktoriastrasse, tras las cúpulas de la iglesia rusa. Era Frau Gerber, la panadera. En otros tiempos, a aquella hora, solía pararse ante la puerta algún «Duisenberg», o un «Rolls», o un «Bugatti». Para los noctámbulos en traje de noche o en frac constituía una tradición terminar la noche con los bretzels de Frau Gerber. Pero en Baden-Baden, durante este quinto año de guerra, no había ya noctámbulos. El casino de la bella época, que se alzaba al final del césped, tras las columnatas blancas, estaba cerrado. El primer cliente de Frau Gerber sería aquel día la primera sirvienta de una familia de refugiados del barrio. Para Dietrich von Choltitz, los bretzels comprados por Johanna Fischer serían los últimos de la guerra.

Entre Rastenburg y Baden-Baden, el general no había hecho más que un breve alto en Berlín el tiempo justo para que Priez se acercara a un almacén y comprara las nuevas charreteras que, en adelante, debía llevar el uniforme de su amo. En efecto, al descender del «O. K. W. Zug»[21], un telegrama esperaba a Choltitz. Firmado por el general Burgdorf, informaba al comandante del Gross Paris de que, por «decisión especial del Führer», había sido promovido al grado de general de Cuerpo de Ejército.

Durante toda la noche, en el coche, Dietrich von Choltitz no cesó de preguntarse qué oscuros designios ocultaba esta súbita promoción. Sabía que el O. K. W. no había confiado nunca el gobierno de una ciudad, aunque se tratase de una capital, a un general de Cuerpo de Ejército. En el mismo París, ningún gobernador había sobrepasado jamás el grado de general de división.

Cuando el Horch negro hubo alcanzado las primeras casas de Badén, Choltitz resolvió dejar de atormentarse. Sabía que para Uberta von Choltitz, nieta e hija de militares, no habría gozo mayor aquella mañana que las charreteras nuevas que adornaban la guerrera de su marido.

Maria-Angelika y Anna-Barbara se acuerdan todavía del desayuno pantagruélico que festejó la visita inesperada de su padre. «Había traído de Rastenburg —cuentan ellas— un enorme y misterioso paquete, que llamaba el paquete del Führer». Era el regalo que Hitler hacía entregar a los visitantes de la «Guarida del Lobo». Contenía pumpernickel, confituras, chocolate, latas de pastel, bombones e incluso un stollen, el suculento bizcocho con jengibre.

Sin embargo, Maria-Angelika y Anna-Barbara no harían más que entrever a su padre. Hacia las diez, recién afeitado, el general Von Choltitz se despidió de la familia y subió al coche. Las breves horas de este encuentro no habían sido subrayadas, aparentemente, por emoción especial alguna. El servicio bajo la bandera alemana, generación tras generación, había terminado por anular el sufrimiento de las separaciones. Uberta von Choltitz se había acostumbrado ya a estas ausencias, tras dieciocho años de matrimonio. Para ella, París no suponía más que una nueva etapa en la carrera militar de su marido. Y si, a pesar de todo, sentía en aquel momento una opresión desacostumbrada, se trataba tan sólo de algo puramente personal, que no afectaba a nadie más que a ella y a la idea que ella se había formado de París. Uberta von Choltitz se había dado cuenta de que, unos minutos antes de arrancar el coche, Alfred Priez había subido a la habitación del general para bajar con una pesada maleta. Uberta sabía que aquella maleta contenía varios trajes de paisano.