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A juicio del jefe comunista de las FFI, el coronel Rol, la tregua constituía una traición. Durante cuatro años de lucha clandestina, el joven militar bretón había esperado pacientemente el momento en que podría mandar abiertamente las tropas que combatirían contra los ocupantes de París. Y cuando por fin había llegado la hora, sus adversarios políticos, los gaullistas en una postrera maniobra, intentaban arrebatarle aquel honor y aquel privilegio. Rol estaba decidido a contrarrestar la iniciativa del cónsul sueco por todos los medios y con la misma energía que los gaullistas empleaban para imponerla. Por teléfono y mediante correos, salieron de su cuartel general subterráneo de la calle Schoelcher órdenes que confirmaban las que ya había dado la víspera: «¡La rebelión ha de seguir en marcha! ¡Combatiremos mientras quede un solo alemán en París!». Dispuso que los comandos comunistas atacasen a los alemanes en todas partes y sin descanso. Rol quería, por encima de todo, que el ruido de los disparos no se apagara en las calles de París. Porque el silencio, decía, era el reconocimiento de que los parisienses aceptaban la tregua.
Hacia mediodía de aquel domingo, los comunistas empezaron a fijar en las paredes millares de carteles que denunciaban el alto el fuego, haciéndolo aparecer como una maniobra «de los enemigos del pueblo».
Con la obstinación y la firmeza propias de la sangre bretona, Rol se dedicó luego a meter en cintura a aquellos oficiales de sus Estados Mayores de las FFI que los gaullistas habían arrastrado consigo en el reconocimiento de la tregua. Aquella batalla que se desarrollaba al socaire de las rivalidades políticas debía envenenar definitivamente las relaciones de las distintas facciones de la Resistencia. Según Yvon Morandat, «los comunistas estaban decididos a instaurar una nueva Comuna, en la que los gaullistas serían los versalleses». En opinión de André Tollet, Parodi y los hombres que lo rodeaban eran unos «traidores que querían sabotear la rebelión, para que el propio De Gaulle pudiera liberar París».
Tanto para unos como para otros, la puesta esencial de aquella sorda batalla era la grande y prestigiosa prefectura de policía, cuna de la insurrección. Tras su fachada maltrecha, en el laberinto de sus pasillos y en los innumerables despachos, se oponían aquel día los representantes de ambas facciones en discusiones tan violentas como lo habían sido los combates de la víspera contra los alemanes. Los comunistas habían elegido a uno de sus intelectuales más brillantes, el joven jurista Maurice Kriegel Valrimont, para fomentar la discordia entre los policías y tratar de sustraerlos a la autoridad soberana del gaullista Yves Bayot y del nuevo prefecto, Charles Luizet. Kriegel Valrimont, con la habilidad y experiencia que le habían proporcionado cuatro años de agitación clandestina, maniobró para que los policías parisienses desertasen de las filas de los gaullistas y prosiguieran la lucha. Durante una de las violentas discusiones que se produjeron aquella tarde en la prefectura, Alexandre de Saint-Phalle se echó sobre el joven intelectual comunista. Cogiéndole la mano, gritó:
—Si proseguís con la rebelión, esta mano se llenará de sangre de millares de parisienses inocentes.
En otro despacho cercano, el inspector de Hacienda, Lorrain Cruze, defendía también la causa de la tregua y hacía resaltar el peligro de destrucciones y carnicería que caería sobre la ciudad si los comunistas persistían en su actitud. Su interlocutor le oía en silencio, con aspecto sombrío y resuelto. Era el propio Rol. De repente Rol pegó con el puño sobre la mesa, mientras pronunciaba apasionadamente unas palabras que Lorrain Cruze nunca podría olvidar:
—¡París bien vale doscientos mil muertos! —gritó.
Entretanto, gracias a los esfuerzos tenaces de Rol, la insurrección iba recobrando poco a poco la intensidad que había perdido la noche anterior. Por las calles de París, empezó a oírse nuevamente el ruido de los disparos, tan extrañamente ausente en la mañana. Los comandos comunistas FTP[90], obedeciendo a su jefe, abrían fuego en toda la ciudad contra las patrullas de la Wehrmacht. Los alemanes, entre los cuales habían muchos que no habían obedecido la orden de cesar el fuego dada por Choltitz, reaccionaron con violencia. Por todas partes se rompía la tregua, como una tela que se deshilacha.
Aquel domingo, muchos simples paseantes y curiosos se encontraron de pronto entre el fuego cruzado de las armas automáticas[91]. Los parisienses que, algunas horas antes habían empavesado las ventanas, las vieron convertidas luego en blanco de las ametralladoras alemanas.
En el dédalo de callejuelas que se extiende entre el Sena y Saint-Germain-des-Prés y que llevan nombres tan pintorescos como el Chatqui-pêche y Git-le-coeur, pequeños grupos de las FFI tendieron a primera hora de la tarde una emboscada a una importante patrulla alemana. Bajo la mirada burlona de los ciudadanos de aquellos barrios, los orgullosos soldados de la Wehrmacht, regados con botellas incendiarias, ardieron como antorchas.
Toda la ciudad se preparó para la guerra. En las imprentas clandestinas, donde se habían tirado los periódicos de la Resistencia, se imprimieron millares de folletos, en los cuales los parisienses podían encontrar curiosas recetas para fabricar botellas incendiarias o levantar barricadas. Las farmacias, con sus preciosos frascos de clorato de potasa, se convirtieron en verdaderos arsenales. Estudiantes de medicina, juntamente con algunos socorristas de la Cruz Roja, instalaron clínicas clandestinas en apartamentos y almacenes. Centenares de camilleros voluntarios, la mayor parte muy jóvenes, acudieron a los puestos de socorro dispersos por toda la ciudad. En los mercados, las FFI requisaron las existencias y repartieron los víveres entre los restaurantes populares. Todo parisiense en aquella hora de carestía, quedaba inscrito en uno de aquellos restaurantes comunitarios, cuya minuta estaba constituida por un solo plato, un tazón de «sopa popular».
Mas en parte alguna de la ciudad, que bullía toda ella de pasión y de esperanza, se organizó la lucha con mayor entusiasmo que en el peristilo del vasto edificio que alberga la más célebre sala de teatro nacional, la Comedia Francesa. Los actores de la casa de Molière bajaron a la calle para representar el mejor papel de su carrera, el de enfermero o guerrillero, en aquella pieza histórica que pronto sería llamada La liberación de París. Marie Bell, Lise Delamare, Mony Dalmés, las heroínas de Racine, habían sacado vestidos de los armarios de la guardarropía del teatro, con los cuales se habían convertido en enfermeras. Entre los camilleros voluntarios del puesto de socorro que habían organizado, estaba un hombre bajo, que llevaba lentes con montura de hierro. Había pedido que le reservaran el turno de la noche. Creía que durante la noche habría más calma y podría escribir. Se llamaba Jean-Paul Sartre y estaba escribiendo Les Chemins de la Liberté. Pierre Dux, convertido en pintor, pintarrajeaba grandes cruces rojas en los costados de un coche que había capturado. Se habían repartido entre los galanes jóvenes algunas armas, que guardaban escondidas en la caldera de la calefacción central. Jacques Dacqmine llevaba puesto el uniforme del glorioso capitán de la Legión Extranjera que encarnaba en la película cuyo rodaje acababa de empezar. Había heredado un Winchester. Georges Marchal, convertido en el «retrato de un verdadero héroe», con la camisa abierta, pantalón de montar y cabellera revuelta, blandía una vieja escopeta de caza, de doce cartuchos. Las armas de los demás habían salido del almacén de accesorios. Eran una docena de fusiles de madera, llenos de polvo, pero efectivos.
Uno solo de los actores poseía una metralleta. Era Jean Yonnel. Pero Yonnel tenía una misión especial que cumplir aquella mañana. Se trataba de una ejecución.
Con el arma escondida bajo una esclavina, Yonnel se detuvo en la esquina de la calle Le Sueur con la avenida Foch. Era allí donde debía esperar al hombre a quien tenía que matar, un oficial alemán del SD[92], que llevaría bajo el brazo una cartera de piel negra. Aquel oficial saldría a las dos de la tarde de una casa de la calle de Le Sueur. Yonnel miró el reloj. «Dentro de diez minutos», se dijo. Comenzó a pasear por la calle. De repente acudió a su mente un pensamiento angustioso. «¿Y si me equivoco de alemán?», se preguntó. Apretando la empuñadura de la metralleta, el héroe de tantas tragedias se dijo que él no había matado nunca a nadie. Con toda puntualidad, el alemán apareció en la acera de enfrente. Yonnel reculó instintivamente. Abrió la esclavina y apretó el gatillo. Mientras observaba cómo su víctima se tambaleaba, a Yonnel le vino a la memoria una frase de Molière que había declamado muchas veces tras las candilejas: «No se muere más que una vez y es por tanto tiempo…» murmuró, horrorizado por lo que acababa de hacer. Por fin, se precipitó hacia el alemán y le arrancó la cartera, echando a correr. Oyó tras él silbatos y aullidos. Entró en la primera puerta cochera que encontró abierta y tiró la cartera a las manos del sorprendido portero, diciéndole: «¡Queme esto!». Dentro de aquella cartera estaban todos los nombres de los que componían la red de resistencia de los comediantes franceses. Yonnel subió a toda velocidad por la escalera. Podía oír tras él a los alemanes que empezaban a cercar la manzana de casas. Con mano nerviosa, acarició una pequeña ampolla que llevaba en el bolsillo. Era la ampolla de cianuro que debía servir para asegurar su propio silencio, en caso de que los alemanes lo detuvieran.
En un Citroën negro que arbolaba la bandera de la Cruz Roja, dos hombres escuchaban consternados los nicht de un Feldwebel que se negaba a dejarles pasar. Habían llevado a cabo la hazaña de franquear todos los puestos alemanes de control, salvo el último, instalado a la salida de Neauphle-le-Cháteau, a treinta y dos kilómetros al oeste de París. Una vez más, explicaron con toda paciencia que, en la tierra de nadie, entre las líneas estadounidenses y las alemanas había una colonia de niños a la que debían socorrer. El alemán continuaba irreductible. Aquel alemán obstinado ponía en peligro el éxito de la misión más importante para la Resistencia francesa, que se había encargado de recoger a Roger Gallois, el jefe de Estado Mayor del coronel Rol. Rol enviaba a Gallois a los estadounidenses para pedirles que organizaran un envío masivo de armas sobre París por medio de paracaídas. Con aquellas armas, Rol contaba con hacer triunfar la rebelión e instalar a sus amigos comunistas en el poder. Gallois, uno de los pocos miembros del Estado Mayor de las FFI que no era comunista, se encontraba en aquel coche casi por casualidad. Rol hubiera preferido confiar aquella misión a un miembro del partido. Pero Gallois era el único que hablaba correctamente el inglés y esto le había valido finalmente el ser designado.
El Feldwebel apuntó al coche con su metralleta e intimó a los dos hombres a que regresaran por el mismo camino. Habían perdido cuatro horas inútilmente. Sólo les quedaba buscar otro medio de pasar las líneas alemanes para poder transmitir aquel mensaje del que, según creía Rol, dependía el porvenir de París y quizás el de Francia entera.