capítulo 10 para más detalles). Las investigaciones en psicoterapia y otros métodos para producir cambios en el comportamiento sugieren que los cambios pueden ser más duraderos en individuos que atribuyen los cambios a sus propios esfuerzos, y que lo mismo es probablemente cierto en el caso del aprendizaje social y emocional en el lugar de trabajo (Lambert y Bergin, 1994). Una manera de convertir en autodirigido el ASE es ofrecer a los participantes más de una opción de aprendizaje, pidiéndoles que elijan la que creen que será más efectiva para ellos (Prochaska, 1999). Los esfuerzos por cambiar también suelen ser más efectivos cuando enseñan habilidades que los participantes pueden utilizar para alcanzar resultados que ellos valoran. Por ejemplo, en programas de ASE para tripulaciones de líneas aéreas, los participantes muestran una mayor motivación a la hora de aprender cuando se concentran en temas que les interesan especialmente, por ejemplo, “cómo hacer que un equipo despegue bien, cómo lidiar con el cambio de personal del equipo... o cómo tratar conflictos entre la tripulación de manera constructiva” (Wiener, Kanki y Helmreich, 1993, p. 51).

Desarrollar expectativas positivas de cara al éxito. Querer cambiar es necesario pero no suficiente. Los participantes también deben creer que les es posible realizar los cambios necesarios para lograr los resultados deseados: un fenómeno denominado eficacia propia (Bandura, Adams y Beyer, 1977; Bandura y Cervone, 1983). No basta con reconocer que uno debería cambiar y que existe una manera de hacerlo. Asimismo hay que creer que se cuentan con las capacidades necesarias a fin de tener éxito en el empeño (Caplan et al., 1996). Las investigaciones en psicoterapia sugieren que tras los factores extraterapéticos y relacionales, la esperanza y la expectativa representan la varianza mayor en los resultados, un 15%, según Lambert (1992). La expectativa es tan poderosa que produce su propio efecto: el conocido efecto placebo. Un estudio sobre resultados en psicoterapia, por ejemplo, descubrió que el cliente medio no sólo iba mejor que el 79% del grupo de control sin tratamiento, sino que el cliente medio que recibía un tratamiento placebo también iba mejor en un 66 % que los grupos de control sin tratamiento (Asay y Lambert, 1999). Es probable que descubriésemos una pauta similar en las intervenciones de ASE en el lugar de trabajo. Frank y Frank (1991) identificaron cuatro factores que contribuyen a expectativas positivas en psicoterapia (y en otros tipos de ASE): 1) una relación emocionalmente cargada y confiada con un ayudante o guía que está esperanzado y dispuesto a ayudar; 2) un entorno terapéutico o de aprendizaje que comunica al cliente el mensaje de que puede esperar un cambio satisfactorio; 3) un “mito” o explicación terapéutica convincente a la hora de explicar por qué el cliente experimenta sus problemas y por qué le ayudará una forma particular de tratamiento, y 4) el ritual terapéutico, es decir, los procedimientos utilizados por un terapeuta.

La eficacia propia puede aumentarse de diversos modos. El más efectivo es una acción satisfactoria (Bandura y Cervone, 1983). Las personas suelen creer que pueden tener éxito cuando son afortunadas. Esta experiencia de éxito puede lograrse en terapia animando al individuo a que dé pasos pequeños y posibles hacia el objetivo. Un ejemplo de ello es un programa de abandono del tabaco en el que a los participantes escépticos se les urgió a dar un paso pequeño, como retrasar el primer cigarrillo de la mañana durante treinta minutos. En muchos casos, el éxito a la hora de lograrlo aumentó su eficacia propia lo suficiente como para comprometerse en un programa sistemático sobre dejar de fumar totalmente (Prochaska, 1999).

3. Ayudar a los participantes a establecer objetivos claros, significativos y posibles

Establecer objetivos es la tarea principal de la fase de preparación. Cuando un participante está listo para embarcarse en un programa de cambio, definir objetivos puede aumentar la motivación y ayudar al individuo a que mantenga esa motivación durante un extenso período de tiempo (Locke y Latham, 1990). Por ejemplo, Kolb, Winter y Berlew (1968) hallaron que el rendimiento en un programa de formación aumentaba cuando los participantes establecían objetivos concretos de cambio. El poder de motivación de dichos objetivos puede aumentarse mediante los procesos de declararlos en público y ponerlos por escrito (Heatherton y Nichols, 1994; Prochaska, 1999).

Lograr que los objetivos sean concretos y posibles es muy importante. En general, los objetivos concretos son más efectivos que los de tipo vago a la hora de ayudar a las personas a mantener la motivación (Locke y Latham, 1990). Por ejemplo, un estudiante del curso de valoración y desarrollo de las aptitudes de gestión empresarial de la Weatherhead, formuló en principio el objetivo de desarrollar una mayor confianza en sí mismo. Como alcanzar este objetivo puede resultar abrumador, la facultad le ayudó a dividirlo en pasos factibles. En primer lugar, elaboró un objetivo más específico, el de desarrollar la autoconfianza necesaria para encontrar un trabajo a tiempo parcial. Luego dividió ese objetivo en una serie de pasos razonables, empezando con actualizar su currículum, para luego pasar al objetivo más difícil de ponerse en contacto con gente que conocía a fin de preguntarles acerca de empleo, y finalmente llamar a los potenciales empleadores (Boyatzis, Cowen y Kolb, 1995). El estudiante alcanzó satisfactoriamente todos esos objetivos y, como resultado de ello, aumentó su confianza en sí mismo. Si no hubiese sentado los objetivos, o si estos hubieran resultado demasiado difíciles, el proceso habría sido abortado.

4. Utilizar modelos de las habilidades deseadas

La primera tarea en la etapa de pasar a la acción es asegurarse de que los participantes tienen claro qué competencias van a desarrollar y cómo lo harán (Spencer y Spencer, 1993). Puede ser muy útil ofrecer a los participantes oportunidades para observar modelos vivos de las habilidades que se aprenderán. En cualquier tipo de aprendizaje es importante que los participantes tengan claro qué es lo que hay que aprender. En el ASE, uno no puede confiar sólo en las palabras para aclarar lo que hay que aprender porque las zonas emocionales del cerebro no utilizan ideas o palabras. Los modelos proporcionan un medio de acceso directo a esas zonas más antiguas del cerebro que desempeñan un papel vital en la inteligencia emocional (Goleman, 1998b).

El valor de los modelos ha sido ilustrado en dos estudios con personal médico. En el primero, a los médicos residentes se les enseñaba cómo comunicarse eficazmente con los pacientes en el tema del VIH. A un grupo se le enseñó a través de una disertación, y al otro se le mostró un modelo. El grupo del modelo puntuó mejor tanto en conocimiento como en desempeño (Falvo, Smaga, Brenner y Tippy, 1991). En el segundo estudio, a los estudiantes de Medicina de un grupo se les enseñaron habilidades para entrevistar observando un modelo filmado. Un segundo grupo vio un modelo, y también vieron y criticaron sus propias entrevistas. Un tercer grupo vio y criticó sólo sus propias entrevistas. Las habilidades interpersonales de los estudiantes se evaluaron mediante simulaciones antes y después de la formación. Los investigadores descubrieron que ver únicamente un modelo era tan eficaz con ver el modelo y visionar y criticar el propio comportamiento. Criticar el propio comportamiento sin haber visto primero un modelo resultó menos eficaz, aunque era preferible a que no se recibiese formación alguna (Mason, Barkley, Kappelman, Carter y Beachy, 1988).

5. Fomentar la práctica y proporcionar retroalimentación sobre desempeño

Si durante la primera fase la tarea más difícil para los participantes puede ser crear la motivación suficiente, la tarea más crítica durante la segunda incluye mantener el esfuerzo. Un error bastante común a la hora de planificar programas de ASE es creer que los individuos pueden aumentar su competencia emocional con sólo participar en unos seminarios o talleres relativamente cortos, o entrevistándose con un orientador durante dos o tres sesiones. Esas actividades pueden ser útiles, pero sólo si forman parte de un esfuerzo de desarrollo mayor que se extienda a lo largo de un período de meses y que implique la práctica activa de nuevos comportamientos por parte del participante en situaciones diversas.

La práctica y la repetición son muy valiosas en cualquier tipo de aprendizaje, pero especialmente en el ASE a causa de las zonas del cerebro implicadas (Edelman, 1987). El aprendizaje cognitivo, como el que se produce en aprender cómo crear un plan de actuación, implica sobre todo al neocórtex, la parte del cerebro que utiliza palabras e ideas. Ese tipo de aprendizaje requiere encajar nuevos datos e ideas en marcos de asociación y comprensión ya existentes. En el cerebro, eso significa desarrollar nuevos senderos neuronales con pocas interferencias por parte de otros senderos más antiguos y establecidos.

El aprendizaje social y emocional –como aprender a ser más positivamente resuelto con el propio jefe o con los compañeros, o más empático hacia los propios subordinados– es distinto. Aunque sigue implicando al neocórtex, hay otras zonas de cerebro que entran en juego. También participan los circuitos de la amígdala, y entre la amígdala y los lóbulos prefrontales. Se trata de una zona del cerebro mucho más antigua, una zona que no procesa palabras e ideas. En un área del cerebro que se desarrolló antes de que los seres humanos contasen con palabras o ideas. El único modo de entrenar a esta parte más antigua del cerebro es mediante acciones repetidas. Y, a diferencia de gran parte de las formaciones de tipo técnico, el ASE suele implicar desaprender (extinguir) viejas pautas de pensamientos, sensaciones y acciones, junto con el desarrollo y refuerzo de otras nuevas. Eso significa que en el cerebro deben debilitarse las viejas conexiones neuronales y que deben reforzarse otras nuevas, que apoyen un nuevo repertorio. Este cambio requiere de una práctica frecuente, a lo largo de un período de meses; pues las nuevas conexiones y comportamientos asociados sólo pueden convertir las nuevas conexiones y sus comportamientos asociados en la opción por defecto del cerebro tras una práctica prolongada.

La práctica no sólo es importante, sino que debe repetirse a lo largo de un extenso período de tiempo. Una de las leyes del aprendizaje mejor establecidas es que la práctica repartida es superior a la práctica masiva. Aunque esta ley puede aplicarse a todo tipo de aprendizajes, resulta especialmente cierta en el caso del aprendizaje que incluye a las partes más antiguas del cerebro. Un reciente metaanálisis de investigación sobre el efecto de la práctica repartida descubrió que los participantes que utilizaban dicha práctica contaban con un desempeño superior a los que empleaban una práctica masiva en casi media desviación estándar (Donovan y Radosevich, 1999). El efecto era todavía mayor en las tareas motoras simples; las más complejas tareas verbales se veían menos afectadas. El ASE es distinto del aprendizaje motor, pero implica zonas del cerebro cercanas a los centros motores, parecidos en cuanto a edad evolutiva. Así pues, es muy probable que la práctica repartida resulte especialmente útil en el ASE.

Los participantes en programas ASE pueden reconocer de manera intuitiva la importancia de la práctica repetida en un aprendizaje efectivo. Por ejemplo, un participante en el programa de formación en competencia emocional de American Express descubrió que tras los dos primeros días de formación había comprendido los conceptos y que podía utilizar las habilidades, pero como dijo en su formulario de evaluación del curso: «Todavía no es algo que se haya convertido en automático». No tenía problemas a la hora de utilizar sus nuevas habilidades en el trabajo, pero todavía no se habían convertido en parte de su modus operandi. Y no las utilizaba tan a menudo como podría. Otro participante se hacía eco de este sentimiento, afirmando que la habilidad «todavía tiene que convertirse en algo natural para que la gente la utilice bien. Por eso es necesaria la repetición».

Por último, cuando los asistentes practican las nuevas habilidades suelen necesitar retroalimentación acerca de su desempeño. Esa retroalimentación proporciona una información muy valiosa que ayuda al participante a que mejore gradualmente. También puede convertirse en un refuerzo, ayudándole a que permanezca motivado durante la etapa de acción (Goldstein, 1993; Komaki, Collins y Penn, 1982).

Los programas de modelado de conducta proporcionan un buen ejemplo del uso de las tres actividades de modelado, práctica y retroalimentación. Como ya dijimos, los programas más eficaces empiezan enseñando a los participantes un modelo que demuestra la aplicación satisfactoria de las habilidades sociales o emocionales que se aprenderán. A continuación, los participantes practican esas habilidades en situaciones simuladas. Tras cada práctica simulada, los participantes reciben retroalimentación del instructor y del resto de cursillistas. El instructor marca la pauta proporcionando retroalimentación de un modo que aumenta la autoconfianza, señalando concretamente todas las cosas que el asistente hizo bien, y sugiriendo lo que puede hacer para mejorar su actuación en la siguiente ocasión. Por último, los participantes practican repetidamente las nuevas habilidades hasta que alcanzan un elevado nivel de dominio y confianza.

6. Vacunar a los participantes contra las adversidades

Una vez que los participantes dominan las nuevas competencias en el entorno de formación, estarán listos para aplicar lo aprendido en el entorno laboral. Por desgracia, esta transición no siempre resulta sencilla. Las investigaciones sobre mantenimiento tras esfuerzos de cambio conductual sugieren que un gran porcentaje de individuos deja gradualmente de utilizar sus nuevas habilidades (Marlatt y Gordon, 1985). Aunque son varios los factores que contribuyen a estas recaídas, uno especialmente importante es el modo en que el individuo responde frente a los obstáculos y adversidades. En un escenario típico, el cursillista empieza a aplicar nuevos modos de pensar y actuar en el entorno laboral. Aunque esos nuevos comportamientos resultan a veces satisfactorios, en otras situaciones no funcionan según lo planeado. Tal vez el jefe que intenta aplacar su mal genio explota durante una reunión de personal. O tal vez tiene éxito a la hora de aplacar su genio, pero los resultados positivos esperados no se manifiestan de inmediato. Se desanima y empieza a cuestionar si realmente puede cambiar, o si el cambio tendrá como resultado los beneficios esperados. Y por ello, deja de intentarlo al cabo de poco tiempo.

Una manera de tratar este problema es preparar a los cursillistas de antemano. Una técnica, denominada prevención de recaídas, ayuda en la vacunación de los cursillistas contra las recaídas al anticiparles los obstáculos y considerar posibles respuestas (Marlatt y Gordon, 1985; Marx, 1982). Por ejemplo, en el satisfactorio programa JOBS, se anima a los participantes a que identifiquen de antemano todo lo que pudiera ir mal cuando utilicen lo que han aprendido en situaciones reales. Luego identifican cómo podrían pensar y sentir cuando las cosas se tuerzan. Finalmente, desarrollan y ensayan estrategias que pueden utilizar para aprovechar positivamente las adversidades (Caplan et al., 1996). Numerosos estudios documentan la eficacia de la prevención de recaídas en los esfuerzos de cambio conductual (Marlatt y Gordon, 1985). Aunque la mayoría de esos estudios fueron realizados con clientes en tratamiento psicoterapéutico, hay unos cuantos que demuestran que esta técnica también puede resultar eficaz en los programas de ASE en el lugar de trabajo (Gist, Bavetta y Stevens, 1990; Gist, Stevens y Bavetta, 1991; Tziner, Haccoun y Kadish, 1991).

7. Incorporar seguimiento de apoyo

Puede que la formación en prevención de recaídas no baste para ayudar a las personas a que transfieran y mantengan las habilidades que han aprendido a menos que el entorno natural organizativo anime y apoye sus esfuerzos. Ya hemos señalado que la cultura organizativa debe apoyar el cambio deseado al principio de la formación. Además, la psicología conductista sugiere que pueden utilizarse el control de estímulos y la dirección por contingencia para ayudar a las personas en el mantenimiento de sus pautas de pensamiento y conducta recién desarrolladas. El control de estímulos implica «modificar el entorno para aumentar señales que estimulen» las respuestas deseadas (Prochaska, 1999, p. 243). Esas señales pueden ser físicas o sociales, y pueden ser proporcionadas por los propios participantes o por otras personas. La dirección por contingencia implica sentar un sistema de recompensas y castigos que anime continuamente al cursillista en la utilización de sus nuevas habilidades.

Por ejemplo, tras la formación en gestión de recursos en las cabinas de aviones, hay pilotos de control que proporcionan aliento y apoyo, y que observan a las tripulaciones en vuelo y que a continuación les ofrecen retroalimentación sobre cómo han utilizado las habilidades. Las tripulaciones también regresan periódicamente para recibir sesiones de recuerdo adicionales y práctica simulada (Gregorich y Wilhelm, 1993). Los grupos de apoyo pueden ser especialmente eficaces como fuente de sostén a posteriori. Como señalan Spencer y Spencer (1993): «El aprendizaje se mantiene mejor si, después de la formación, los participantes reciben ayuda y orientación por parte de... un “grupo de referencia reforzado” a base de coparticipantes que puedan apoyarse y animarse entre sí a fin de utilizar la nueva competencia. En el mejor de los casos, la formación proporciona al participante la afiliación a un prestigioso y nuevo grupo que habla una nueva lengua común, que comparte nuevos valores, y que está comprometido a mantener vivo el aprendizaje de los socios» (p. 288). Aunque el apoyo sólo provenga de una única persona –un tutor, orientador, o compañero–, puede bastar para suministrar los ánimos suficientes a fin de que los trabajadores en prácticas continúen aplicando lo que aprendieron (Kram, 1996). En otro estudio, los participantes se emparejaron con otra persona que les recordaba que utilizasen lo que habían aprendido y que les proporcionaba refuerzos continuos para conseguirlo. Los resultados indicaron que emparejar a los cursillistas de esta manera consiguió una mayor transferencia de la formación (Flemming y SulzerAzeroff, 1990). Los estímulos y refuerzos por parte del supervisor de un cursillista resultan especialmente eficaces (Baldwin y Ford, 1988; Noe y Schmitt, 1986). En un estudio, los participantes en un programa de formación en administración tendían más a aplicar lo aprendido cuando, tras la formación, sus supervisores les recordaron sus objetivos y les animaron a utilizar sus habilidades (Rouillier y Goldstein, 1991). Por desgracia, las encuestas sobre esfuerzos de formación y desarrollo en la industria sugieren que dichos seguimientos son raros (Saari, Johnson, McLaughlin y Zimmerle, 1988).

Aunque el apoyo social es incalculable, los participantes pueden proporcionarse estímulos e indicaciones a sí mismos. De hecho, en algunos casos, el autorreforzamiento ha resultado más eficaz que el refuerzo social de cara al mantenimiento a largo plazo (Prochaska, 1999). En la evaluación de un programa de regulación del estrés tenemos un ejemplo sobre cómo puede utilizarse ese tipo de estrategia en la formación. Los investigadores descubrieron que añadir un componente de autogestión al final de cada sesión aumentaba de manera significativa el impacto del programa en el aprendizaje, la presión sanguínea, los síntoma somáticos y la ansiedad de los participantes. También redujo el deterioro postformación a lo largo de los seis meses siguientes. La formación en autogestión mostró a los participantes cómo regular el uso de las habilidades aprendidas y cómo reforzarse a sí mismos mediante dichas habilidades.

Aplicación del modelo: el problema de los recursos

El modelo que hemos presentado puede ser una guía para quienes deseen desarrollar programas eficaces de aprendizaje social y emocional en el lugar de trabajo. No obstante, uno de los problemas del modelo es que puede resultar caro. Por ejemplo, el diseño original del programa de competencia emocional de AEFA habría encajado en el modelo. Debería haber un orientador por participante, así como sesiones de grupo, y la práctica debería repartirse en una sesión por semana durante doce semanas, con una duración por sesión de una a dos horas. El seguimiento consistiría en tres reuniones adicionales cada dos semanas y, a continuación, en una reunión al mes durante dos meses. En total, el programa se extendería a lo largo de más de ocho meses. Lamentablemente, este programa resultaría tan caro que la empresa no lo apoyaría. La versión reducida y al final aplicada ofrecía cinco días de formación proporcionada en dos bloques separados unos dos meses entre sí, sin seguimiento ni orientación individual. Las investigaciones demostraron que el programa seguía siendo efectivo, pero incluso en su versión reducida fue el programa de formación más caro ofrecido en la empresa. Por ello, la empresa decidió ahorrar dinero reduciéndolo todavía más. Una versión que se ofreció a nuevos asesores consistió únicamente en ocho horas de formación, ofrecida por personas sin ninguna formación especial en competencias de inteligencia emocional.

Resultaría fácil condenar a la empresa por ofrecer una versión diluida del programa, pero ese tipo de respuesta no se ocuparía de manera adecuada del problema de los recursos. Mientras los profesionales piensen en términos de que las intervenciones son muy costosas, es improbable que muchos esfuerzos incorporen todos los ingredientes necesarios para el éxito. El resultado será el fracaso y la desmotivación. Es necesario esforzarse más para hallar maneras de ofrecer un ASE de alta calidad a precios más económicos. Un enfoque a propósito de ello es combinar el ASE con otros tipos de formaciones ofrecidas por las organizaciones. En AEFA, por ejemplo, se gasta mucho más dinero en la formación técnica que en la de competencia emocional. Parte de la formación técnica está destinada a enseñar a los asesores cómo conseguir nuevos clientes y cómo vender y comercializar los productos. Si la formación en competencia emocional pudiera combinarse con estos otros esfuerzos, habría más recursos disponibles. Los miembros de la organización también recibirían el mismo mensaje y utilizarían las mismas habilidades en contextos distintos, lo que facilitaría la transferencia y el mantenimiento. Esta solución es sólo una de las muchas que podrían utilizarse para economizar el ASE. Conseguirlo facilitaría que los programas de ASE siguiesen un modelo de intervención eficaz.

Conclusión

En este capítulo hemos defendido que los teóricos y los profesionales ya saben mucho acerca de cómo fomentar la inteligencia emocional en las organizaciones. Hay ejemplos bien documentados de estrategias de intervenciones eficaces y mucha investigación sobre ASE que proporciona pautas que se han de seguir. No obstante, esa labor sólo representa el principio. Los investigadores deben continuar evaluando prometedoras y nuevas intervenciones para el aumento de las competencias de IE. También deben concentrarse en investigaciones de tipo teórico que identifiquen los aspectos del modelo que son necesarios y suficientes a fin de que se produzca un cambio significativo. Creemos que sólo una sólida base investigatoria evitará que el trabajo aplicado en inteligencia emocional se convierta en otra moda pasajera.

Inteligencia emocional en el trabajo
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