embargo, había algo que no le era familiar, no en el sabor ni en la textura, así que hizo la
pregunta obvia.
Anderson se limitó a sonreír pero, durante unos segundos, Indra dio la impresión de que estaba a punto de descomponerse. Después se recobró y dijo: —Contéstale tú... después que terminemos de comer. "¿Y ahora qué hice mal?", se preguntó Poole. Media hora más tarde, con Indra manifiestamente absorbida por la exhibición de una videopelícula en el otro extremo de la habitación, los conocimientos que Poole tenía sobre el tercer milenio avanzaron otro paso de importancia.
—Ya en sus tiempos, la alimentación con cadáveres estaba llegando a su punto final. —explicó Anderson—. Criar animales para... ajjj... comerlos se volvió imposible desde el punto de vista económico. No sé cuántas hectáreas se necesitaba para alimentar una sola vaca, pero sí sé que diez seres humanos, como mínimo, podían vivir con las plantas que esa superficie producía; y es probable que cien, con técnicas hidropónicas. "Pero lo que remató todo este horrible asunto no fue la economía, sino las enfermedades. Primero empezó con el ganado; después se extendió a otros animales para alimentación. Fue una clase de virus, creo, que afectaba el cerebro y producía una muerte particularmente horrible. Si bien con el tiempo se halló la cura, fue demasiado tarde para volver atrás el reloj y, de todos modos, ya los alimentos sintéticos eran mucho más baratos y se los podía obtener con el sabor que se quisiera. Al recordar semanas de comidas que satisfacían su hambre pero pecaban de sosas, Poole tuvo grandes reservas respecto del sabor. Y si no, ¿por qué, se preguntaba, seguía teniendo sueños añorantes de costillitas de cerdo y bistecs á la cordon bleu? Otros sueños eran mucho más perturbadores, y tenía miedo de que, dentro de muy poco tiempo, tendría que solicitarle ayuda médica a Anderson. A pesar de todo lo que se estaba haciendo para hacerlo sentir como en su casa, las peculiaridades y la absoluta complejidad de ese nuevo mundo estaban empezando a abrumarlo. Durante el sueño, y como si fuera un esfuerzo inconsciente por escapar, a menudo regresaba a su vida anterior pero, cuando despertaba, eso sólo empeoraba las cosas. No había sido buena idea viajar a la Torre Norteamérica y mirar, en la realidad y no en una simulación, el paisaje de su juventud: Con ayuda de equipo óptico, cuando la atmósfera estuvo despejada pudo ver tan de cerca, que logró discernir seres humanos individuales mientras atendían sus propios asuntos, a veces en calles que Poole recordaba...
Y siempre, en lo profundo de la mente, estaba el saber que ahí abajo otrora había vivido gente a la que había amado: mamá, papá (antes que se hubiera ido con esa Otra Mujer), los queridos tío George y tía Lil, el hermano Martin y, por último, pero no por ello de menor importancia, una sucesión de perros, empezando por los tibios cachorros de su niñez y culminando con Rikki.
Por sobre todo, estaba el recuerdo, y el misterio, de Helena... Había empezado como un amorío ocasional, en los primeros tiempos de la preparación para astronauta, pero cada vez se volvía más serio a medida que pasaron los años. Justo antes que Poole partiera hacia Júpiter, habían planeado hacer que su relación se volviera permanente... cuando él regresara.
Y si no lo hacía, Helena deseaba tener su hijo. Poole todavía recordaba la combinación de solemnidad e hilaridad con la que habían hecho los arreglos necesarios... Ahora, mil años después, y a pesar de todos sus esfuerzos, no conseguía averiguar si Helena había mantenido su promesa. Así como ahora había lagunas en su propia memoria, así también las había en los registros colectivos de la humanidad. La peor era la producida por el devastador impulso electromagnético proveniente del impacto de un asteroide en 2304, que había borrado varios porcentajes de los Bancos mundiales de