próximos a su cama. Tendría que aprender tanto en ese nuevo mundo: era un salvaje que
súbitamente se había topado con la civilización. Pero primero tenía que recuperar fuerzas... y aprender el idioma: ni siquiera el advenimiento de la grabación del sonido, que ya tenía más de un siglo de antigüedad cuando Poole nació, había evitado que se produjeran cambios de importancia en la gramática y la pronunciación. Y hubo miles de palabras nuevas, provenientes, de modo principal, de la ciencia y la tecnología, aunque a menudo Poole podía hacer una conjetura perspicaz respecto de lo que significaban. Más frustrantes, empero, eran las ingentes cantidades de nombres personales de fama y de infamia que se habían acumulado en el transcurso del milenio, y que nada significaban para Poole. Durante semanas, hasta que pudo reunir un Banco de datos, la mayoría de sus conversaciones tuvo que interrumpirse con biografías envasadas. A medida que aumentaban sus fuerzas, así lo hacía la cantidad de sus visitantes, si bien siempre bajo el ojo avizor del profesor Anderson. Entre ellos figuraban médicos especialistas, eruditos en varias disciplinas y, lo que era de mayor interés para Poole, comandantes de naves espaciales.
Poco era lo que les podía decir a los médicos e historiadores que no se hubiera grabado en alguna parte de los gigantescos Bancos de datos sobre la humanidad, pero a menudo podía brindarles atajos y un nuevo discernimiento sobre los acontecimientos de la época de la que él venía. Aunque todos lo trataban con el máximo respeto y escuchaban con paciencia cuando trataba de responder a las preguntas que le hacían, parecían ser renuentes a contestar a las suyas. Poole estaba empezando a sentir que se lo sobreprotegía de la conmoción cultural y, a medias en serio, se preguntaba cómo podría escapar de su habitación. En las pocas ocasiones en que estaba a solas, no le sorprendía descubrir que la puerta estaba cerrada con llave. Entonces, la llegada de la doctora Indra Wallace lo cambió todo. A pesar de su nombre, su principal componente racial parecía ser japonés, y había ocasiones en las que, con un poco de imaginación, Poole se la podía representar como una geisha bastante madura. Difícilmente ésa era la imagen adecuada para una distinguida historiadora que poseía una Cátedra Virtual en una universidad que todavía se jactaba de tener prestigio. —Señor Poole —empezó, con mucha seriedad—, se me designó como su guía oficial y, digamos, tutora. Mis antecedentes: me especialicé en la época en que usted vivió. Mi tesis fue "El Colapso de la Nación-Estado, 2000-50". Creo que nos podemos ayudar mutuamente de muchas maneras.
—Estoy seguro de que podemos. Lo primero es que desearía que me saque de aquí, así puedo ver un poco de su mundo.
—Precisamente eso es lo que queremos hacer, pero, primero, debemos darle una Ident. Hasta entonces, usted será... ¿cuál era el término...?, una persona no existente. Le sería casi imposible ir a parte alguna, o que se haga cosa alguna por usted. Ningún dispositivo de entrada reconocería su existencia. —Eso era lo que esperaba —contestó Poole, con una sonrisa irónica—. Así estaba empezando a ser la situación en mi época... y mucha gente odiaba la idea. —Y algunos todavía la odian: se alejan y viven en ambientes silvestres. ¡Ahora, en la Tierra, hay muchos más que los que existían en su siglo!, pero siempre llevan sus comunicadores portátiles, así pueden solicitar ayuda no bien se meten en problemas... el tiempo medio es de unos cinco días.
—Lamento oír eso. Es evidente que la especie humana se ha deteriorado. Estaba probando con cautela a la historiadora, tratando de encontrar sus límites de tolerancia y de obtener un mapa de su personalidad. Era obvio que iban a pasar mucho tiempo juntos, y que él iba a depender de ella en centenares de maneras. Así y todo, aún no estaba seguro de si le iba a gustar siquiera: quizás ella simplemente lo veía como a una fascinante pieza de museo.