—Ah, ya entiendo lo que quiere decir. Pero el profesor Anderson cree que usted aún no
está listo, así que Archivos reunió una colección que hará que se sienta como en su casa. Poole se preguntó brevemente cuál sería el medio de almacenamiento en esos nuevos tiempos. Todavía podía recordar los discos compactos, y su excéntrico y querido tío George había sido el orgulloso poseedor de una anticuada colección de discos de vinilo. Pero no había duda alguna de que el torneo tecnológico debió de haber culminado hacía siglos según el usual estilo darwiniano, con la supervivencia del más apto. Tuvo que admitir que la selección estaba bien hecha, por alguien (¿Indra?) familiarizado con los comienzos del siglo XXI. No había material perturbador: nada de guerras y violencia, y muy poco de negocios o política contemporáneos, todo lo cual ahora sería por completo improcedente. Había algunas comedias livianas, encuentros deportivos (¿cómo supieron que él había sido un entusiasta aficionado al tenis?), música clásica y popular, y documentales sobre la vida silvestre. Y quienquiera que hubiese armado esa colección debió de haber tenido sentido del humor, pues de otro modo no habría incluido episodios de cada serie de Viaje a las estrellas. Cuando niño, Poole había conocido a Patrick Stewart y Leonard Nimoy: se
preguntó qué habrían pensado, de haber podido saber el destino del pequeño que tímidamente les había pedido el autógrafo. A su pensamiento lo asaltó una idea deprimente, poco después de empezar a explorar —mucho del tiempo en Avance Acelerado— esas reliquias de lo pasado: en alguna parte había leído que para fines de siglo, ¡de su siglo!, había aproximadamente cincuenta mil estaciones de televisión trasmitiendo simultáneamente. Si esa cifra se había conservado, y muy bien pudo haber aumentado, para esos momentos millones de millones de horas de programas de televisión debían de haber salido al aire. Así que aun el cínico más empedernido admitiría que era probable que hubiera, cuando menos, mil millones de horas de espectáculo que valía la pena ver... y millones que resultarían aprobados por las pautas más altas de excelencia: ¿cómo encontrar esas pocas agujas en un pajar tan gigantesco?
La idea era tan abrumadora —en verdad, tan deprimente— que, después de una semana de cada vez mayor navegación sin curso por los canales, Poole pidió que se llevaran el televisor. Quizá por suerte, cada vez tuvo menos tiempo para sí mismo durante las horas de vigilia, que continuamente se prolongaban más a medida que recobraba las fuerzas.
No había peligro de aburrirse, gracias al desfile incesante de no sólo los investigadores más serios, sino también de ciudadanos inquisitivos y, es de suponer, influyentes, que se las habían amañado para filtrarse a través de la guardia pretoriana impuesta por la jefa de enfermeras y el profesor Anderson. De todos modos se alegró cuando, un día, reapareció el televisor: estaba empezando a padecer síntomas de abstinencia y, esta vez, decidió ser más selectivo en lo que veía.
La venerable antigüedad llegó acompañada por Indra Wallace, que tenía una sonrisa de oreja a oreja.
—Hemos encontrado algo que usted debe ver, Frank. Creemos que lo ayudará a adaptarse... sea como fuere, estamos seguros de que lo disfrutará. Poole siempre había pensado que esa observación era la receta para obtener aburrimiento garantizado, y se preparó para lo peor. Pero el comienzo lo atrapó instantáneamente, retrotrayéndolo a su antigua vida como muy pocas cosas pudieron haberlo hecho. Reconoció de inmediato una de las voces más famosas de su época, y recordó que había visto ese mismo programa antes: —Atlanta, 31 de diciembre de 2000...
"Ésta es CNN International, a cinco minutos del amanecer del nuevo milenio, con todos sus desconocidos peligros y promesas...