conquistador de tiempos pasados. Había, claro está, centenares de virus de computadora,
la mayor parte de ellos muy difíciles de descubrir y matar. Y también algunas entidades — de alguna manera había que llamarlas— mucho más aterradoras: eran enfermedades brillantemente inventadas para las que no había curación... y, en algunos casos, ni siquiera la posibilidad de una curación. Muchas de ellas se relacionaban con grandes matemáticos que habrían quedado horrorizados por esa corrupción de su descubrimiento. Como es una característica humana la de empequeñecer un peligro real dándole un nombre absurdo, las denominaciones a menudo eran humorísticas: el Duende de Grodel, el Dédalo de Mandelbrot, la Catástrofe Combinatoria, la Trampa Transfinita, el Acertijo de Conway, el Torpedo de Turing, el Laberinto de Lorenz, la Bomba Booleana, la Celada de Shannon, el Cataclismo de Cantor...
Si alguna generalización era posible, es que todos esos horrores matemáticos operaban según el mismo principio: para ser efectivos no dependían de algo tan ingenuo como el borrado de la memoria o la corrupción de los códigos... todo lo contrario; su enfoque era más sutil: persuadían a la máquina hospedante de que iniciara un programa que no se podía completar antes del fin del universo, o que, y el Dédalo de Mandelbrot era el ejemplo más mortífero, entrañase una serie literalmente infinita de pasos. Un ejemplo trivial sería el cálculo de Pi, o de cualquier otro número irracional. Sin embargo, aun la computadora electroóptica más estúpida no caería en una trampa tan simple: hacía mucho que había pasado el día en que los idiotas mecánicos desgastaban sus engranajes, girándolos hasta convertirlos en polvo mientras trataban de dividir por cero...
El desafío para los programadores de demonios era convencer a sus blancos de que la tarea que se les había asignado tenía una conclusión definida que se podía alcanzar en un lapso finito. En la batalla de ingenio entre el hombre (raramente la mujer, a pesar de tales modelos ejemplares como lady Ada Lovelace, la almirante Grace Hopper y la doctora Susan Calvin) y la máquina, la máquina perdía de manera casi invariable. Habría sido posible, aunque en algunos casos difícil y hasta riesgoso, destruir las obscenidades captadas mediante órdenes BORRAR / SOBREESCRIBIR, pero representaban una enorme inversión de tiempo e ingenio que, no importaba cuán descarriado, parecía una lástima desperdiciar. Y, lo que era más importante, quizá se las debía conservar para estudio en algún sitio seguro, como salvaguardia contra el momento en que algún genio malvado pudiera volver a inventarlas y desplegarlas. La solución era obvia: a los demonios digitales se los debía encerrar hermética, y, con suerte, permanentemente, junto con sus contrafiguras químicas y biológicas, en la bóveda de Pico.
37 - Operación Damocles
Poole nunca había tenido mucho contacto con el equipo que montaba el arma, acerca de la cual todos teman la esperanza de que nunca tendrían que usarla. La operación, agorera pero acertadamente denominada DAMOCLES, era de una especialización tan grande que Poole nada podía aportar en forma directa, y vio lo suficiente de la fuerza de tareas como para darse cuenta de que algunos de sus componentes casi podrían pertenecer a una especie alienígena. En verdad, un miembro clave parecía estar en un manicomio —Poole había quedado sorprendido al descubrir que tales sitios aún existían—, y la presidenta Oconnor a veces sugería que otros dos, cuando menos, deberían unirse a aquél.
—¿Alguna vez oyó hablar del Proyecto Enigma? —le preguntó a Poole, después de una sesión particularmente frustrante.
Cuando él negó con un movimiento de cabeza, la mujer prosiguió: