Allá en el siglo de Poole, el nombre de una persona a menudo brindaba un indicio
sobre la apariencia de esa persona, pero eso ya no fue cierto treinta generaciones después: el doctor Theodore Khan resultó ser un rubio nórdico que podría haber estado más a tono en una barca vikinga que devastando las estepas del Asia central. Sin embargo, no habría sido demasiado impresionante en cualquiera de esos papeles, porque tenía menos de ciento cincuenta centímetros de altura. Poole no pudo resistir un poco de psicoanálisis de aficionado: la gente de baja estatura a menudo lograba ir más allá de sus objetivos en forma agresiva, lo que, a juzgar por las pistas de Indra Wallace, parecía ser una buena descripción del único filósofo residente de Ganimedes. Era probable que Khan necesitara esas características para sobrevivir en una sociedad de mentalidad tan práctica.
La Ciudad Anubis era demasiado pequeña como para ufanarse de tener una ciudad universitaria, lujo que todavía existía en los demás mundos, aunque muchos estaban convencidos de que la revolución de las telecomunicaciones la había vuelto obsoleta. En vez de eso, contaba con algo mucho más adecuado, así como siglos más antiguo: una academia, a la que ni le faltaba un bosquecillo de olivos que habría engañado al propio Platón... hasta que intentara caminar a través de él. El chiste de Indra respecto de departamentos de filosofía que no precisaban más equipo que un pizarrón evidentemente no tenía aplicación en ese complejo ambiente. —Se la construyó para albergar a siete personas —informó el doctor Khan con orgullo, una vez que se acomodaron en sillas evidentemente diseñadas para que no fueran demasiado cómodas—, porque ésa es la cantidad máxima con la que se puede interactuar de manera eficiente. Y, si se cuenta el fantasma de Sócrates, ése fue el número de presentes cuando Fedón pronunció su famosa alocución... —¿Aquella sobre la inmortalidad del alma? Fue tan evidente que Khan estaba sorprendido, que Poole no pudo evitar reír: —Hice un curso relámpago en filosofía justo antes de graduarme: cuando el programa ya estaba planeado, alguien decidió que nosotros, ingenieros trogloditas, debíamos recibir algo de cultura general.
—Me encanta oír eso, ya que facilita mucho las cosas. Sabe, todavía no puedo creer en mi suerte. ¡Su llegada aquí casi me tienta a creer en los milagros! Hasta había pensado en ir a la Tierra para conocerlo... ¿La querida Indra ya le habló sobre mi... eh... obsesión?
—No —respondió Poole, aunque no con total veracidad. El doctor Khan parecía muy complacido: era más que evidente que le encantaba haber hallado un público nuevo.
—Puede ser que haya oído que se me llama ateo, pero eso no es absolutamente cierto. El ateísmo no se puede probar; es algo tan carente de interés. No importa cuán poco factible sea, nunca podemos estar seguros de que Dios no haya existido... y que ahora se haya lanzado hacia el infinito, donde nadie puede encontrarlo siquiera... Al igual que Gautama Buda, no tomo posición en este tema. Mi campo de interés es la psicopatología a la que se conoce como Religión. —¿Psicopatología? Ese es un juicio duro. —Ampliamente justificado por la historia. Imagine que usted es un extraterrestre inteligente, al que sólo le interesan las verdades comprobables. Descubre una especie que se autodividió en miles... no, para este momento, millones... de grupos tribales que sostienen una increíble variedad de creencias sobre el origen del universo y el modo de comportarse en él. Aunque muchos de ellos tienen ideas en común, aun cuando existe una superposición del noventa por ciento, el uno por ciento restante es suficiente para que se dediquen a matarse y torturarse los unos a los otros por cuestiones doctrinarias triviales, por completo desprovistas de significado para los de afuera.