—Como ya nos contaste un millón de
veces, cuando menos...
La mente de Poole se apartó de la discusión, de modo que ésta se convirtió en un trasfondo de ruido sin sentido. Estaba mil años atrás en el pasado, recordando la única emoción de la misión de la Discovery antes del desastre final. Aunque él y Bowman estaban perfectamente al tanto de que el 7794 no era más que un pedazo de roca sin vida y sin aire, ese conocimiento apenas si afectó lo que sentían: era la única materia sólida que iban a encontrar de aquel lado de Júpiter, y la habían contemplado experimentando las emociones de los marineros después de un largo viaje oceánico, al bordear una costa en la que no podían desembarcar.
El asteroide giraba lentamente sobre sus extremos, y sobre la superficie tenía distribuidos en forma aleatoria, parches moteados de luz y sombra. A veces destellaba como una ventana distante, cuando planos o afloramientos de material cristalino relampagueaban al sol...
Recordó, también, la tensión cada vez mayor que se iba generando mientras esperaban para ver si su puntería había sido precisa: no era fácil acertarle a un blanco tan pequeño a dos mil kilómetros de distancia y desplazándose a una velocidad relativa de veinte kilómetros por segundo.
Y entonces, con la parte oscurecida del asteroide como fondo, se produjo una súbita y deslumbrante explosión de luz. El diminuto tarugo —puro uranio 238— había hecho impacto a velocidad meteórica: en una fracción de segundo, toda su energía cinética se había transformado en calor. Una voluta de gas incandescente hizo breve erupción en el espacio, y las cámaras de la Discovery grababan las líneas espectrales que rápidamente se desvanecían, en busca de la emisión característica de los átomos fulgurantes. Algunas horas después, allá en la Tierra, los astrónomos conocían, por primera vez, la composición de la corteza de un asteroide. No hubo mayores sorpresas, pero varias botellas de champagne cambiaron de mano. El capitán Chandler mismo tuvo muy poca intervención en las muy democráticas discusiones que se realizaban en torno de su mesa semicircular: parecía contentarse con permitir que la tripulación se aflojara y expresara lo que sentía en esa atmósfera informal. Sólo había una regla no escrita: en la hora de la comida no se discurría sobre asuntos graves. Si había problemas técnicos u operativos, se debía tratarlos en alguna otra parte. Poole había quedado sorprendido, y un tanto conmocionado, al descubrir que el conocimiento que la tripulación tenía de los sistemas de la Goliath era muy superficial. A menudo les hacía preguntas que debían de haber respondido con facilidad, nada más que para encontrar que lo remitían a los Bancos de memoria de la nave. Después de un tiempo, empero, se dio cuenta de que la clase de preparación profunda que él había recibido en su época ya no era posible: ahora entraban en juego demasiados sistemas complejos como para que algún hombre o mujer llegara a dominarlos. Los diversos especialistas simplemente tenían que conocer qué hacía su equipo, no cómo. La confiabilidad dependía de la redundancia y de la comprobación automática, y era muy probable que la intervención humana produjera más daño que beneficio. Por suerte, nada de eso se precisaba en ese viaje: había estado tan exento de incidentes como podría desear cualquier navegante, cuando el nuevo sol de Lucifer dominó el cielo que tenían delante.
III - Los mundos de Galileo
Extracto, texto únicamente, (Guía Turística sobre el Sistema Solar Exterior, v. 219.3)
La mente de Poole se apartó de la discusión, de modo que ésta se convirtió en un trasfondo de ruido sin sentido. Estaba mil años atrás en el pasado, recordando la única emoción de la misión de la Discovery antes del desastre final. Aunque él y Bowman estaban perfectamente al tanto de que el 7794 no era más que un pedazo de roca sin vida y sin aire, ese conocimiento apenas si afectó lo que sentían: era la única materia sólida que iban a encontrar de aquel lado de Júpiter, y la habían contemplado experimentando las emociones de los marineros después de un largo viaje oceánico, al bordear una costa en la que no podían desembarcar.
El asteroide giraba lentamente sobre sus extremos, y sobre la superficie tenía distribuidos en forma aleatoria, parches moteados de luz y sombra. A veces destellaba como una ventana distante, cuando planos o afloramientos de material cristalino relampagueaban al sol...
Recordó, también, la tensión cada vez mayor que se iba generando mientras esperaban para ver si su puntería había sido precisa: no era fácil acertarle a un blanco tan pequeño a dos mil kilómetros de distancia y desplazándose a una velocidad relativa de veinte kilómetros por segundo.
Y entonces, con la parte oscurecida del asteroide como fondo, se produjo una súbita y deslumbrante explosión de luz. El diminuto tarugo —puro uranio 238— había hecho impacto a velocidad meteórica: en una fracción de segundo, toda su energía cinética se había transformado en calor. Una voluta de gas incandescente hizo breve erupción en el espacio, y las cámaras de la Discovery grababan las líneas espectrales que rápidamente se desvanecían, en busca de la emisión característica de los átomos fulgurantes. Algunas horas después, allá en la Tierra, los astrónomos conocían, por primera vez, la composición de la corteza de un asteroide. No hubo mayores sorpresas, pero varias botellas de champagne cambiaron de mano. El capitán Chandler mismo tuvo muy poca intervención en las muy democráticas discusiones que se realizaban en torno de su mesa semicircular: parecía contentarse con permitir que la tripulación se aflojara y expresara lo que sentía en esa atmósfera informal. Sólo había una regla no escrita: en la hora de la comida no se discurría sobre asuntos graves. Si había problemas técnicos u operativos, se debía tratarlos en alguna otra parte. Poole había quedado sorprendido, y un tanto conmocionado, al descubrir que el conocimiento que la tripulación tenía de los sistemas de la Goliath era muy superficial. A menudo les hacía preguntas que debían de haber respondido con facilidad, nada más que para encontrar que lo remitían a los Bancos de memoria de la nave. Después de un tiempo, empero, se dio cuenta de que la clase de preparación profunda que él había recibido en su época ya no era posible: ahora entraban en juego demasiados sistemas complejos como para que algún hombre o mujer llegara a dominarlos. Los diversos especialistas simplemente tenían que conocer qué hacía su equipo, no cómo. La confiabilidad dependía de la redundancia y de la comprobación automática, y era muy probable que la intervención humana produjera más daño que beneficio. Por suerte, nada de eso se precisaba en ese viaje: había estado tan exento de incidentes como podría desear cualquier navegante, cuando el nuevo sol de Lucifer dominó el cielo que tenían delante.
III - Los mundos de Galileo
Extracto, texto únicamente, (Guía Turística sobre el Sistema Solar Exterior, v. 219.3)