Una tragedia había ensombrecido la
vida personal de Poole durante ese período y, por
cierto, había producido conmoción en toda la comunidad del Sistema Solar: el capitán Chandler y toda su tripulación se perdieron cuando el núcleo de un cometa en el que estaban practicando un reconocimiento estalló de repente, destruyendo la Goliath de un modo tan completo, que solamente se pudo localizar unos pocos fragmentos. Tales explosiones, causadas por reacciones entre moléculas inestables que existían a temperaturas muy bajas, eran un peligro bien conocido para los recolectores de cometas, y Chandler se había topado con varias durante su carrera. Nadie conocería jamás las circunstancias exactas que hicieron que un viajero espacial tan experimentado fuese tomado por sorpresa.
Poole extrañaba muchísimo a Chandler: había desempeñado un papel único en su vida, y no existía alguien que lo reemplazara... nadie salvo Dave Bowman, con el que había compartido una aventura de tanta importancia. A menudo habían planeado volver al espacio juntos otra vez, quizás hasta llegar a la Nube Oort, con sus misterios y su riqueza de hielo remota pero inagotable. No obstante, algún conflicto de horarios siempre había interferido en esos planes, así que ése era un futuro deseado que nunca habría de existir. Otra meta anhelada desde hacía mucho, que Poole se las había ingeniado para alcanzar... a pesar de las recomendaciones del médico: había descendido a la Tierra... y una vez fue más que suficiente.
El vehículo utilizado tenía aspecto casi idéntico al de las sillas de ruedas que usaban los parapléjicos con más suerte de su propia época: estaba motorizado y tenía neumáticos de baja presión que le permitían rodar sobre superficies razonablemente lisas. Sin embargo, también podía volar, a una altura de unos veinte centímetros, sobre un colchón de aire generado por un conjunto de ventiladores pequeños, pero poderosos. Poole estaba sorprendido de que una tecnología tan primitiva se siguiera empleando todavía, pero los dispositivos para control de la inercia eran demasiado voluminosos para aplicaciones en escalas tan pequeñas.
Sentado cómodamente en su silla voladora, apenas si era consciente de que su peso iba aumentando a medida que descendía hacia el corazón de África. Aunque advertía algunas dificultades para respirar, las había experimentado mucho peores durante su preparación de astronauta. Para lo que no estaba preparado fue para el soplo de calor de horno que lo acometió en el momento de salir del gigantesco cilindro perforador del cielo que constituía la base de la Torre. Sin embargo, todavía era de mañana: ¿cómo sería al mediodía?
Apenas si se había habituado al calor, cuando el agredido fue su sentido del olfato: una cantidad enorme de olores, ninguno desagradable pero todos desconocidos, reclamaron con insistencia su atención. Cerró los ojos unos minutos, en un intento por evitar la sobrecarga de sus circuitos de entrada de información. Antes de que hubiera decidido abrirlos otra vez, sintió un objeto grande y húmedo que palpitaba en su nuca:
—Dígale hola a Elizabeth —indicó su guía, un joven fornido vestido con el atuendo tradicional de Gran Cazador Blanco, que estaba demasiado bien cuidado como para haber visto un uso real—. Es nuestra saludadora oficial. Poole se volvió en la silla y se encontró mirando los ojos sentimentales de un bebé de elefante.
—Hola, Elizabeth —respondió, en tono bastante bajo. Elizabeth alzó la trompa como saludo, y emitió un sonido no habitual entre gente bien educada, aunque Poole estaba seguro de que era bien intencionado.
En total pasó menos de una hora en el planeta Tierra, dando un rodeo en torno del borde de una selva cuyos árboles achaparrados salían perdiendo en la comparación con la Tierra del Cielo, y encontrándose con mucho de la fauna local. Su guía se disculpó por
cierto, había producido conmoción en toda la comunidad del Sistema Solar: el capitán Chandler y toda su tripulación se perdieron cuando el núcleo de un cometa en el que estaban practicando un reconocimiento estalló de repente, destruyendo la Goliath de un modo tan completo, que solamente se pudo localizar unos pocos fragmentos. Tales explosiones, causadas por reacciones entre moléculas inestables que existían a temperaturas muy bajas, eran un peligro bien conocido para los recolectores de cometas, y Chandler se había topado con varias durante su carrera. Nadie conocería jamás las circunstancias exactas que hicieron que un viajero espacial tan experimentado fuese tomado por sorpresa.
Poole extrañaba muchísimo a Chandler: había desempeñado un papel único en su vida, y no existía alguien que lo reemplazara... nadie salvo Dave Bowman, con el que había compartido una aventura de tanta importancia. A menudo habían planeado volver al espacio juntos otra vez, quizás hasta llegar a la Nube Oort, con sus misterios y su riqueza de hielo remota pero inagotable. No obstante, algún conflicto de horarios siempre había interferido en esos planes, así que ése era un futuro deseado que nunca habría de existir. Otra meta anhelada desde hacía mucho, que Poole se las había ingeniado para alcanzar... a pesar de las recomendaciones del médico: había descendido a la Tierra... y una vez fue más que suficiente.
El vehículo utilizado tenía aspecto casi idéntico al de las sillas de ruedas que usaban los parapléjicos con más suerte de su propia época: estaba motorizado y tenía neumáticos de baja presión que le permitían rodar sobre superficies razonablemente lisas. Sin embargo, también podía volar, a una altura de unos veinte centímetros, sobre un colchón de aire generado por un conjunto de ventiladores pequeños, pero poderosos. Poole estaba sorprendido de que una tecnología tan primitiva se siguiera empleando todavía, pero los dispositivos para control de la inercia eran demasiado voluminosos para aplicaciones en escalas tan pequeñas.
Sentado cómodamente en su silla voladora, apenas si era consciente de que su peso iba aumentando a medida que descendía hacia el corazón de África. Aunque advertía algunas dificultades para respirar, las había experimentado mucho peores durante su preparación de astronauta. Para lo que no estaba preparado fue para el soplo de calor de horno que lo acometió en el momento de salir del gigantesco cilindro perforador del cielo que constituía la base de la Torre. Sin embargo, todavía era de mañana: ¿cómo sería al mediodía?
Apenas si se había habituado al calor, cuando el agredido fue su sentido del olfato: una cantidad enorme de olores, ninguno desagradable pero todos desconocidos, reclamaron con insistencia su atención. Cerró los ojos unos minutos, en un intento por evitar la sobrecarga de sus circuitos de entrada de información. Antes de que hubiera decidido abrirlos otra vez, sintió un objeto grande y húmedo que palpitaba en su nuca:
—Dígale hola a Elizabeth —indicó su guía, un joven fornido vestido con el atuendo tradicional de Gran Cazador Blanco, que estaba demasiado bien cuidado como para haber visto un uso real—. Es nuestra saludadora oficial. Poole se volvió en la silla y se encontró mirando los ojos sentimentales de un bebé de elefante.
—Hola, Elizabeth —respondió, en tono bastante bajo. Elizabeth alzó la trompa como saludo, y emitió un sonido no habitual entre gente bien educada, aunque Poole estaba seguro de que era bien intencionado.
En total pasó menos de una hora en el planeta Tierra, dando un rodeo en torno del borde de una selva cuyos árboles achaparrados salían perdiendo en la comparación con la Tierra del Cielo, y encontrándose con mucho de la fauna local. Su guía se disculpó por