La última puerta se abrió, y Poole
quedó mirando la absoluta negrura del espacio, a
través de una enorme ventana curvada, tanto en sentido vertical como horizontal. Se sintió como un pececito en su pecera, y deseó que los diseñadores de esa audaz muestra de ingeniería supieran con exactitud lo que estaban haciendo. Indudablemente poseían mejores materiales estructurales que los que habían existido en su época. Aunque las estrellas debían de estar brillando ahí afuera, los ojos de Poole adaptados a la luz nada podían ver, salvo el negro vacío más allá de la curva del gran ventanal. Cuando empezó a caminar hacia él para tener una visión más amplia, Indra se lo impidió y señaló directamente hacia adelante:
—Mire con cuidado —indicó— ¿no lo ve?
Poole parpadeó y miró con fijeza hacia la noche. Con seguridad debía de ser una imagen engañosa... hasta, Dios libre y guarde, ¡una grieta en el ventanal! Movió la cabeza de un lado al otro: no, era real. Pero, ¿qué podría ser? Recordó la definición de Euclides: "Una recta tiene longitud, pero no espesor". Pues abarcando toda la altura del ventanal y, evidentemente, continuando hacia arriba y hacia abajo hasta salir del campo visual, había un filamento de luz que se podía ver con mucha facilidad cuando se lo buscaba, pero que era tan unidimensional que ni siquiera se le podía aplicar el término "delgado". Sin embargo, no estaba del todo exento de detalles: en toda su longitud había puntos, apenas visibles, de brillantez verde, como gotas de agua en una telaraña.
Poole siguió caminando hacia el ventanal, y la visión se amplió hasta que, por fin, pudo ver lo que se encontraba debajo de él. Era suficientemente familiar: todo el continente de Europa y mucho del norte de África, tal como los había visto muchas veces desde el espacio. Así que estaba en órbita después de todo, en una ecuatorial probablemente, a una altitud de, cuando menos, mil kilómetros. Indra lo miraba con sonrisa burlona. —Acérquese al ventanal —dijo con mucha suavidad—, para poder mirar directamente hacia abajo. Espero que no padezca de vértigo. "¡Qué cosa ridícula para decirle a un astronauta!", se dijo Poole, mientras avanzaba. "Si hubiera sufrido de vértigo, no estaría en esta profesión..." El pensamiento acababa de ocurrírsele, cuando gritó "¡Dios mío!" y, de modo involuntario, se alejó del ventanal. Después, recuperando coraje, se atrevió a mirar otra vez.
Estaba mirando el distante Mediterráneo desde el frente de una torre cilíndrica, cuya pared de suave curvatura indicaba un diámetro de varios kilómetros. Pero eso era nada, en comparación con su longitud, pues se iba aguzando cada vez más hacia abajo, muy hacia abajo... hasta desaparecer en las brumas que estaban en algún sitio por encima de África. Supuso que continuaba sin interrupción hasta la superficie terrestre. —¿A qué altura estamos? —susurró.
—Dos mil kas. Pero ahora mire hacia arriba. Esta vez no fue tanta la conmoción; había esperado lo que iba a ver: la torre iba menguando su tamaño hasta convertirse en un filamento rutilante recortado contra la negrura del espacio, y no tuvo la menor duda de que continuaba sin interrupción hasta la órbita geoestacionaria, treinta y seis mil kilómetros por encima del ecuador. Tales fantasías habían sido bien conocidas en los días de Poole, pero él nunca soñó que vería la realidad... y que estaría viviendo en ella. Señaló el lejano filamento que se alzaba desde el horizonte oriental. Esa debe de ser otra.
—Sí: la Torre Asiática. Para ellos debemos de tener exactamente el mismo aspecto. —¿Cuántas hay?
—Sólo cuatro, con igual espaciamiento en torno del ecuador: África, Asia, América, Pacífica; esta última casi vacía; nada más que unos pocos centenares de niveles completados. Nada para ver, salvo agua...
través de una enorme ventana curvada, tanto en sentido vertical como horizontal. Se sintió como un pececito en su pecera, y deseó que los diseñadores de esa audaz muestra de ingeniería supieran con exactitud lo que estaban haciendo. Indudablemente poseían mejores materiales estructurales que los que habían existido en su época. Aunque las estrellas debían de estar brillando ahí afuera, los ojos de Poole adaptados a la luz nada podían ver, salvo el negro vacío más allá de la curva del gran ventanal. Cuando empezó a caminar hacia él para tener una visión más amplia, Indra se lo impidió y señaló directamente hacia adelante:
—Mire con cuidado —indicó— ¿no lo ve?
Poole parpadeó y miró con fijeza hacia la noche. Con seguridad debía de ser una imagen engañosa... hasta, Dios libre y guarde, ¡una grieta en el ventanal! Movió la cabeza de un lado al otro: no, era real. Pero, ¿qué podría ser? Recordó la definición de Euclides: "Una recta tiene longitud, pero no espesor". Pues abarcando toda la altura del ventanal y, evidentemente, continuando hacia arriba y hacia abajo hasta salir del campo visual, había un filamento de luz que se podía ver con mucha facilidad cuando se lo buscaba, pero que era tan unidimensional que ni siquiera se le podía aplicar el término "delgado". Sin embargo, no estaba del todo exento de detalles: en toda su longitud había puntos, apenas visibles, de brillantez verde, como gotas de agua en una telaraña.
Poole siguió caminando hacia el ventanal, y la visión se amplió hasta que, por fin, pudo ver lo que se encontraba debajo de él. Era suficientemente familiar: todo el continente de Europa y mucho del norte de África, tal como los había visto muchas veces desde el espacio. Así que estaba en órbita después de todo, en una ecuatorial probablemente, a una altitud de, cuando menos, mil kilómetros. Indra lo miraba con sonrisa burlona. —Acérquese al ventanal —dijo con mucha suavidad—, para poder mirar directamente hacia abajo. Espero que no padezca de vértigo. "¡Qué cosa ridícula para decirle a un astronauta!", se dijo Poole, mientras avanzaba. "Si hubiera sufrido de vértigo, no estaría en esta profesión..." El pensamiento acababa de ocurrírsele, cuando gritó "¡Dios mío!" y, de modo involuntario, se alejó del ventanal. Después, recuperando coraje, se atrevió a mirar otra vez.
Estaba mirando el distante Mediterráneo desde el frente de una torre cilíndrica, cuya pared de suave curvatura indicaba un diámetro de varios kilómetros. Pero eso era nada, en comparación con su longitud, pues se iba aguzando cada vez más hacia abajo, muy hacia abajo... hasta desaparecer en las brumas que estaban en algún sitio por encima de África. Supuso que continuaba sin interrupción hasta la superficie terrestre. —¿A qué altura estamos? —susurró.
—Dos mil kas. Pero ahora mire hacia arriba. Esta vez no fue tanta la conmoción; había esperado lo que iba a ver: la torre iba menguando su tamaño hasta convertirse en un filamento rutilante recortado contra la negrura del espacio, y no tuvo la menor duda de que continuaba sin interrupción hasta la órbita geoestacionaria, treinta y seis mil kilómetros por encima del ecuador. Tales fantasías habían sido bien conocidas en los días de Poole, pero él nunca soñó que vería la realidad... y que estaría viviendo en ella. Señaló el lejano filamento que se alzaba desde el horizonte oriental. Esa debe de ser otra.
—Sí: la Torre Asiática. Para ellos debemos de tener exactamente el mismo aspecto. —¿Cuántas hay?
—Sólo cuatro, con igual espaciamiento en torno del ecuador: África, Asia, América, Pacífica; esta última casi vacía; nada más que unos pocos centenares de niveles completados. Nada para ver, salvo agua...