de fusión, eran totalmente obsoletos.
Por supuesto, eso ya no importaba, pero le permitió
entender la tristeza que el capitán de un buque de vela debió de haber sentido cuando la vela dejó paso al vapor.
Su talante cambió de manera brusca, y no pudo evitar una sonrisa cuando la voz automática anunció: "Arribo dentro de dos minutos. Por favor, presten atención a no dejar olvidada alguna de sus pertenencias".
¡Qué a menudo había oído ese anuncio en algún vuelo comercial! Miró el reloj y quedó sorprendido al ver que habían estado ascendiendo durante menos de media hora: eso significaba una velocidad promedio de, por lo menos, veinte mil kilómetros por hora y, aun así, pudieron no haberse desplazado jamás. Lo que resultaba aún más extraño, ¡pues los últimos diez minutos, o más, en realidad, debieron de haber estado reduciendo la aceleración con tanta rapidez que, con todo derecho, los pasajeros debieron de haber estado parados en el techo, con la cabeza apuntando hacia la Tierra! Las puertas se abrieron silenciosamente y, cuando Poole salió, otra vez experimentó la leve desorientación que había sentido al ingresar en la sala del ascensor. Esta vez, empero, supo qué quería decir: estaba pasando por la zona de transición, donde el campo inercial se superpone con la gravedad y que, en ese nivel, era igual al de la Luna. Aunque la vista de la Tierra que se alejaba había sido pasmosa, aun para un astronauta, no hubo algo inesperado o sorprendente en eso. ¿Pero quién habría imaginado una cámara gigantesca, que aparentemente ocupaba todo el ancho de la torre, de modo que la pared opuesta estuviera a más de cinco kilómetros de distancia? Quizá para esa hora había volúmenes encerrados más grandes en la Luna y en Marte, pero ése seguramente debía de ser uno de los más grandes en el espacio en sí. Estaban parados en una plataforma de observación, a cincuenta metros de altura en la pared exterior, contemplando un asombrosamente variado panorama. Era evidente que se había hecho el intento de reproducir toda una gama de biomas terrícolas: inmediatamente por debajo de ellos había un grupo de delgados árboles a los que, al principio, no pudo identificar; después cayó en la cuenta de que eran robles, adaptados a un sexto de su gravedad normal. "¿Qué aspecto tendrían aquí las palmeras?", se preguntó: "el de cañas gigantes, probablemente..." En la media distancia había un pequeño lago, alimentado por un río que se deslizaba, formando meandros, por una planicie herbosa, para después desaparecer dentro de algo que tenía el aspecto de un solo baniano gigantesco. ¿Cuál era la fuente de agua? Poole había notado un tenue sonido de tamborileo y, cuando dejó deslizar la mirada por la pared de suave curvatura, descubrió una diminuta Niágara, con un arco iris perfecto que flotaba sobre el rocío que se formaba sobre la cascada. Pudo haberse quedado ahí durante horas, admirando la vista y, aun así, no agotando todas las maravillas de esa compleja y brillantemente concebida simulación del planeta que estaba abajo. Cuando se extendió hacia ambientes nuevos y hostiles, quizá la especie humana sintió la necesidad, cada vez mayor, de recordar sus orígenes. Por supuesto, aun en la propia época de Poole cada ciudad tenía sus parques a modo de débiles recordatorios de la Naturaleza. El mismo impulso debía de estar actuando ahí, en escala mucho más grandiosa. ¡Parque Central de Nueva York, Torre África! —Vayamos abajo —dijo Indra—. Hay tanto para ver, y no vengo acá con la frecuencia que desearía.
Aunque caminar casi no exigía esfuerzo con esa gravedad baja, de vez en cuando aprovechaban un pequeño monorriel, y se detuvieron una vez para tomar refrescos en un café, astutamente oculto en el tronco de una secoya que debía de haber tenido, cuando menos, un cuarto de kilómetro de alto.
Había muy pocas personas más en derredor (sus compañeros de viaje hacía rato que habían desaparecido en el paisaje), de modo que era como si tuvieran toda esta tierra de maravillas para ellos solos. Todo estaba tan hermosamente mantenido, presuntamente
entender la tristeza que el capitán de un buque de vela debió de haber sentido cuando la vela dejó paso al vapor.
Su talante cambió de manera brusca, y no pudo evitar una sonrisa cuando la voz automática anunció: "Arribo dentro de dos minutos. Por favor, presten atención a no dejar olvidada alguna de sus pertenencias".
¡Qué a menudo había oído ese anuncio en algún vuelo comercial! Miró el reloj y quedó sorprendido al ver que habían estado ascendiendo durante menos de media hora: eso significaba una velocidad promedio de, por lo menos, veinte mil kilómetros por hora y, aun así, pudieron no haberse desplazado jamás. Lo que resultaba aún más extraño, ¡pues los últimos diez minutos, o más, en realidad, debieron de haber estado reduciendo la aceleración con tanta rapidez que, con todo derecho, los pasajeros debieron de haber estado parados en el techo, con la cabeza apuntando hacia la Tierra! Las puertas se abrieron silenciosamente y, cuando Poole salió, otra vez experimentó la leve desorientación que había sentido al ingresar en la sala del ascensor. Esta vez, empero, supo qué quería decir: estaba pasando por la zona de transición, donde el campo inercial se superpone con la gravedad y que, en ese nivel, era igual al de la Luna. Aunque la vista de la Tierra que se alejaba había sido pasmosa, aun para un astronauta, no hubo algo inesperado o sorprendente en eso. ¿Pero quién habría imaginado una cámara gigantesca, que aparentemente ocupaba todo el ancho de la torre, de modo que la pared opuesta estuviera a más de cinco kilómetros de distancia? Quizá para esa hora había volúmenes encerrados más grandes en la Luna y en Marte, pero ése seguramente debía de ser uno de los más grandes en el espacio en sí. Estaban parados en una plataforma de observación, a cincuenta metros de altura en la pared exterior, contemplando un asombrosamente variado panorama. Era evidente que se había hecho el intento de reproducir toda una gama de biomas terrícolas: inmediatamente por debajo de ellos había un grupo de delgados árboles a los que, al principio, no pudo identificar; después cayó en la cuenta de que eran robles, adaptados a un sexto de su gravedad normal. "¿Qué aspecto tendrían aquí las palmeras?", se preguntó: "el de cañas gigantes, probablemente..." En la media distancia había un pequeño lago, alimentado por un río que se deslizaba, formando meandros, por una planicie herbosa, para después desaparecer dentro de algo que tenía el aspecto de un solo baniano gigantesco. ¿Cuál era la fuente de agua? Poole había notado un tenue sonido de tamborileo y, cuando dejó deslizar la mirada por la pared de suave curvatura, descubrió una diminuta Niágara, con un arco iris perfecto que flotaba sobre el rocío que se formaba sobre la cascada. Pudo haberse quedado ahí durante horas, admirando la vista y, aun así, no agotando todas las maravillas de esa compleja y brillantemente concebida simulación del planeta que estaba abajo. Cuando se extendió hacia ambientes nuevos y hostiles, quizá la especie humana sintió la necesidad, cada vez mayor, de recordar sus orígenes. Por supuesto, aun en la propia época de Poole cada ciudad tenía sus parques a modo de débiles recordatorios de la Naturaleza. El mismo impulso debía de estar actuando ahí, en escala mucho más grandiosa. ¡Parque Central de Nueva York, Torre África! —Vayamos abajo —dijo Indra—. Hay tanto para ver, y no vengo acá con la frecuencia que desearía.
Aunque caminar casi no exigía esfuerzo con esa gravedad baja, de vez en cuando aprovechaban un pequeño monorriel, y se detuvieron una vez para tomar refrescos en un café, astutamente oculto en el tronco de una secoya que debía de haber tenido, cuando menos, un cuarto de kilómetro de alto.
Había muy pocas personas más en derredor (sus compañeros de viaje hacía rato que habían desaparecido en el paisaje), de modo que era como si tuvieran toda esta tierra de maravillas para ellos solos. Todo estaba tan hermosamente mantenido, presuntamente