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Le habló de su vida: había dejado la carrera porque su marido la necesitaba. Le habían ofrecido el puesto de jefe de servicio a pesar de no haber hecho aún la oposición, y esperaban que la hiciera lo más pronto posible. Además, se había hecho cargo como redactor de una importante revista médica. Ella escribía y redactaba para él.
—Lo hacía bien. El sucesor de Helmut me ofreció el puesto de ayudante de redacción, pero Helmut le dijo que tendría que esperar a que me convirtiera en una viuda alegre.
Luego llegaron los niños. Vinieron uno tras otro y, si con el cuarto no hubiera habido complicaciones, habrían llegado más.
—Tú tienes una hija. No sé cómo os habréis arreglado vosotros, pero con cuatro hijos no tuve la posibilidad de pensar en retomar los estudios. Siempre estaba ocupada, pero también es bonito ver a los hijos crecer y llegar a ser algo en la vida. El mayor es magistrado del Tribunal Federal, el segundo es director de un museo y las chicas son amas de casa y madres, como yo, pero una se ha casado con un catedrático y la otra con un director de orquesta. Tengo trece nietos. ¿Tú tienes nietos?
Él negó con la cabeza.
—Mi hija está soltera y no tiene hijos. Es un poco autista.
—¿Cómo era tu mujer?
—Casi tan alta y tan flaca como yo. Escribía poesía, unos poemas maravillosos, delirantes, desesperados. A mí me gustan, a pesar de que muchas veces no los entiendo. Tampoco entiendo las depresiones contra las que Julia tuvo que luchar toda su vida, ni por qué se desencadenaban ni por qué acababan; no sé si tenía algo que ver con las fases lunares o con el sol, con lo que comíamos o con lo que bebíamos.
—Pero ¡no se suicidaría!
—No, murió de cáncer.
Ella asintió.
—Después de mí, te buscaste una mujer totalmente distinta. A mí me hubiera gustado leer más, pero durante mucho tiempo sólo pude leer lo que necesitaba para la redacción de la revista, y luego lo que leían los niños para poder hablar con ellos de sus lecturas, así que perdí la costumbre de leer algo para mi propio placer. Ahora tendría mucho tiempo para ello, pero ¿ya para qué?
—Mientras recorrías el corto trecho que separa la calle de mi casa, yo estaba en la cocina y he reconocido tus pasos inmediatamente. Sigues andando con unos pasos tan firmes como entonces: clac, clac, clac. Nunca me he topado con una mujer que ande con tanta decisión. Entonces pensaba que tu carácter era tan decidido como tu forma de caminar.
—Y yo entonces pensaba que me llevarías por la vida con tanta ligereza y seguridad como me habías llevado al bailar.
—Me habría gustado vivir como bailaba. Julia no bailaba.
—¿Fuiste feliz con ella? ¿Has tenido una vida feliz?
Él tomó aire, lo soltó y se echó hacia atrás.
—Ahora ya no puedo imaginarme cómo habría sido la vida sin ella ni tampoco puedo imaginarme una vida distinta a la que he vivido. Claro que puedo imaginarme que esto o aquello fuera distinto, pero en abstracto.
—A mí no me pasa eso. Yo no paro de imaginar que las cosas podrían haber sido distintas; pienso en qué habría pasado si hubiera acabado la carrera y me hubiera puesto a trabajar, o si hubiera aceptado el puesto de ayudante de redacción, o si me hubiera divorciado de Helmut cuando tuvo su primera aventura, o si hubiera educado a los niños de una forma menos seria y estricta, de una forma más caótica y alegre, o si no hubiera enfocado la vida sólo como un engranaje de obligaciones y responsabilidades, o si tú no me hubieras abandonado.
—Yo no… —empezó a decir él, pero no acabó la frase.
Ella tendría que haberlo repetido, pero no quería peleas ni enfados y preguntó:
—¿Podría comprender lo que escribes? Me gustaría intentarlo.
—Te mandaré algo que quizá te interese. ¿Quieres darme tu dirección?
Ella abrió el bolso y le dio una tarjeta de visita.
—Gracias —dijo él, y se quedó con la tarjeta en la mano—. Nunca en mi vida me he hecho tarjetas de visita.
Ella se rió.
—Todavía estás a tiempo —dijo levantándose—. ¿Me pides un taxi, por favor?
Le siguió a su cuarto de trabajo. Estaba al lado de la habitación de la terraza y también tenía vistas a las montañas. Mientras él llamaba por teléfono, ella miró a su alrededor. Aquella habitación también tenía las paredes llenas de estantes; a un lado del escritorio, lleno de libros y papeles, estaba la mesa con el ordenador, y al otro, un tablero de corcho para pinchar notas, con facturas, recibos, recortes de periódico, notas manuscritas y fotografías. Aquella mujer alta y delgada, de mirada triste, debía de ser Julia; la otra, más joven, de expresión reconcentrada, su hija. En una foto se veía un perro negro, de ojos tristes como los de Julia. En otra aparecía Adalbert con un traje negro junto a otros hombres también con trajes negros como si fueran alumnos que terminan el bachillerato a una edad tardía. El señor de uniforme y la señora vestida de enfermera ante la puerta de una casa debían de ser sus padres.
Luego vio una foto pequeña, en blanco y negro, de ellos dos: estaban en un andén, abrazados. No podía ser… Sacudió la cabeza.
Él colgó el auricular y se acercó a ella.
—No, no es de nuestra despedida. Una vez te fuimos a recoger a la estación tu amiga Elena, mi amigo Eberhard y yo. Era por la tarde y fuimos al río de merienda. Eberhard había heredado una gramola de su abuelo, había comprado unos cuantos discos en una chamarilería, y estuvimos bailando hasta que se hizo de noche. ¿Te acuerdas?
—¿Has tenido siempre esta foto aquí, al lado de tu escritorio?
Él negó con la cabeza.
—Los primeros años no, pero luego sí. El taxi está a punto de llegar.
Salieron a la calle.
—¿Te ocupas tú del jardín?
—No, lo hace el jardinero. Yo sólo corto las rosas.
—Muchas gracias —dijo ella. Le abrazó y notó sus huesos—. ¿Estás bien? Estás delgadísimo.
Él la rodeo con el brazo derecho y la mantuvo abrazada.
—¡Que te vaya bien, Nina!
Luego llegó el taxi. Adalbert mantuvo la puerta abierta mientras la ayudaba a subir y después la cerró. Ella se volvió y lo vio allí parado, haciéndose más pequeño conforme se alejaba.