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No tomó el vuelo del miércoles, sino el del viernes. El lunes, cuando estaba cenando en el restaurante italiano que había a la vuelta de la esquina, un señor que había pedido una pizza para llevar se sentó a su mesa. Empezaron a hablar. El hombre le dijo que era productor de cine y charlaron sobre argumentos, obras y películas. Antes de marcharse, aquel hombre le invitó a tomar un café el jueves en su despacho. Era la primera vez que tenía contacto con un productor. Hacía tiempo que soñaba con hacer películas, pero no conocía a nadie a quien exponer sus sueños. Así que cambió la reserva del miércoles al viernes.

No voló a Inglaterra con el encargo de un guión literario o un guión técnico en la maleta, como esperaba que sucediera, aunque, eso sí, el productor le invitó a escribir un primer borrador sobre alguno de los temas de los que habían hablado. ¿Podía considerarlo un logro? No lo sabía. No estaba al corriente de cómo funcionaba el mundo del cine. Pero eso le mantuvo de buen humor durante el vuelo y llegó de buen humor a su destino.

Al no ver a Anne, la llamó por teléfono. Es que una hora desde Oxford a Heathrow, otra hora en el aeropuerto y otra para volver… Tenía que escribir un artículo y se había quedado haciéndolo. No querría que tuviera que quedarse trabajando toda la noche, ¿verdad? No, él no quería, pero pensó que podría haberlo empezado antes, aunque no dijo nada.

El college había proporcionado a Anne una vivienda pequeña de dos plantas. Él tenía llave, así que abrió y entró.

—¡Anne!

Subió la escalera y se la encontró ante la mesa de trabajo. Ella permaneció sentada, le rodeó la cintura con los brazos y apoyó la cabeza en su pecho.

—Dame media hora más y luego nos vamos a dar un paseo. Hace dos días que no salgo de casa.

Sabía que no sería sólo media hora, así que deshizo la maleta, se instaló y preparó unas notas sobre la conversación con el productor cinematográfico. Cuando por fin salieron a pasear por el parque, junto al Támesis, el sol estaba ya muy bajo, el cielo había adquirido un tono azul oscuro, los árboles arrojaban largas sombras sobre el césped recortado y los pájaros habían dejado de cantar. Un silencio misterioso se cernía sobre el parque, como si estuviera apartado de la agitación del mundo.

Durante un buen rato ninguno de los dos dijo nada. Luego Anne preguntó:

—¿Con quién fuiste a Baden-Baden?

Pero ¿qué le estaba preguntando? La noche en Baden-Baden, la conversación telefónica la noche siguiente, la mentirijilla, la mala conciencia… Creía que todo aquello había quedado atrás.

—¿Con quién?

—Pero ¿cómo se te ha ocurrido que…?

—Llamé al Brenner’s Park. Llamé a muchos otros hoteles, pero en el Brenner’s me preguntaron si quería que despertasen a los señores.

¿A qué lado de la cama estaba el teléfono? Sólo de pensar que hubieran pasado la llamada, le entró pánico. Pero ella había dicho que no la pasaran. ¿Qué fórmula empleaban en el Brenner’s Park? ¿Quiere usted que despertemos a los señores?

—«Los señores» es algo que dicen tanto si hay una persona como si hay varias. Es una fórmula anticuada que los buenos hoteles consideran distinguida. ¿Y por qué no pediste que pasaran la llamada?

—Su contestación me pareció suficiente.

Él la rodeó con el brazo.

—¡Ay, nuestros malentendidos idiomáticos! ¿Te acuerdas de cuando te escribí que tenía ganas de «achucharte» y tú entendiste que te iba a llevar chuches? ¿O cuando yo entendí que, en principio, vendrías a la reunión familiar, cuando lo que querías decir era que lo ibas a pensar?

—¿Por qué no me dijiste que ibas al Brenner’s Park? Pregunté y me dijeron que estaban completos, o sea que habías hecho una reserva de antemano. Y siempre que sabes dónde vas a quedarte me lo dices.

—Olvidé comentártelo. Había hecho la reserva hacía tiempo, el viernes me subí al coche y hasta llegar a Baden-Baden no miré los papeles con la dirección y el horario de la representación y la reserva del hotel. Como se me hacía tarde, sólo pude registrarme y cambiarme de ropa, y ya no me dio tiempo a llamarte. Y después de la representación y de la fiesta no quise despertarte y sacarte de la cama.

—No sueles alojarte en una habitación de cuatrocientos euros.

—El Brenner’s es un hotel muy especial y pasar una noche en él era un viejo sueño mío.

—Ya, y olvidaste comentarme que habías hecho una reserva para cumplir ese viejo sueño… ¿Por qué me mientes?

—No te miento —le aseguró, y le habló del estrés de las últimas semanas, de que había olvidado varias cosas que eran importantes para él y que le gustaría haber hecho.

Ella seguía recelosa.

—Así que pasar una noche en el Brenner’s era un viejo sueño tuyo, y llegas tan tarde y te vas tan temprano que no disfrutas para nada de tu estancia en él. No tiene sentido.

—No tendrá sentido, pero es que en las últimas semanas no he tenido la cabeza en su sitio —le dijo, y siguió hablando del estrés y la tensión, de los contratos y los plazos de entrega, de las reuniones y las llamadas telefónicas. Le expuso su vida en las últimas semanas de un modo exagerado, aunque no del todo falso, para demostrarle que no tenía ningún motivo ni razón para no creerle. Cuanto más hablaba, más seguridad iba adquiriendo. ¿No era indignante que, sin motivo ni razón, Anne recelara y desconfiara de él? ¿Y no era ridículo que, a causa de una noche pasada con una mujer con la que no se había acostado y con la que ni siquiera sentía una auténtica intimidad, Anne quisiera machacarlo? Y eso en medio de un parque que parecía encantado, con el calor del verano y la calma del crepúsculo, bajo el resplandor de las primeras estrellas.

Mentiras de verano
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