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Él permaneció sentado, sin comprender cómo se había podido vaciar la casa tan deprisa. No sabía qué hacer. Ni aquella mañana ni el día entero ni el día siguiente ni la semana siguiente. No sabía si debía suicidarse de inmediato o más tarde. Por fin, se levantó y recogió la mesa, metió la vajilla y los cubiertos sucios en el lavaplatos, fue recogiendo la ropa de cama y las toallas y las bajó al sótano. A diferencia del lavaplatos, que había puesto muchas veces, nunca había manejado la lavadora, pero encontró el libro de instrucciones sobre el estante, junto al detergente, y siguió las indicaciones. En la máquina cabía la ropa de dos camas; tendría que poner cuatro o cinco lavadoras.
Fue hasta la orilla del lago y se sentó en su banco. Los ruidos de los nietos al bañarse o al jugar habían convertido el lugar en un sitio similar a la mesa de la biblioteca, la del café o la del sofá del cuarto de estar: estaba con los demás, pero en sus cosas. Sin aquellos ruidos sólo había soledad. Quiso pensar en qué debía hacer, pero no se le ocurrió nada. Luego quiso ponerse a pensar en algún problema filosófico en el que hubiera empezado a trabajar a raíz de la jubilación, pero no sólo no se le ocurrió nada sobre un problema en concreto, sino que ni siquiera se le ocurría ningún problema. Le vinieron a la mente situaciones de las últimas semanas: David y Meike en la barca, Matthias y Ferdinand haciendo su isla, Ariane con el libro apoyado en la rodilla, Ariane y él en su visita al pintor, cocinar con sus hijos, cortar el seto, llevar el té y los refrescos a su mujer, la cercanía creciente, la mañana en la que habían hecho el amor. Notó un soplo de añoranza, sólo un soplo, porque aún no había asimilado realmente que todos se habían ido. Sabía que se habían marchado, lo había oído con sus propios oídos y lo había visto con sus propios ojos, pero todavía no había acabado de asimilarlo.
Cuando el dolor hizo su aparición, casi se alegró. De esa manera que se alegra uno cuando se encuentra perdido en un lugar extraño y se topa con alguien que no le cae bien pero al que le une un pasado común en el colegio, en la universidad, en el taller o en la oficina. El encuentro distrae de la soledad. Además, la llegada del dolor le hizo recordar por qué estaba allí: no para morir con su familia, sino para despedirse de ella. Pero la despedida se había producido algo antes y de una manera algo distinta a la prevista.
Sí, así era. ¿O no? Se levantó y fue a sacar la ropa de la primera lavadora, a tenderla para que se secara y a poner la siguiente. Antes de llegar a la casa supo que aquella despedida que acababa de tener lugar no sólo se había producido algo antes y de una manera algo distinta. Con la despedida que acababa de tener lugar no tenía nada que ver. La despedida que ha tenido lugar, ha quedado atrás. La despedida que aún no ha tenido lugar ofrece la posibilidad de que algo la aplace, de que algo la impida, de que ocurra un milagro. No es que él creyera en los milagros, pero comprendió que se había hecho una idea falsa de las cosas. Se había imaginado que los dolores serían cada vez más fuertes, cada vez más difíciles de sobrellevar y que, al final, serían ya tan insoportables que la decisión de acabar con su vida surgiría por sí sola. En cambio, ante el aumento del dolor, disponía de medicamentos más fuertes. La decisión de beberse el cóctel y decir adiós no surgía por sí sola. Tenía que tomarla él y, como aún disponía de tiempo, no se había confesado lo difícil que le resultaba tomarla. ¿Sería el momento cuando se le rompiera un brazo o una pierna?
Había visto algunas veces cómo tendía la ropa su mujer. Limpiaba la cuerda que había en el jardín, sacudía la ropa y la colgaba con unas pinzas que iba sacando de una bolsa, atada a la cintura, como un mandil. Así lo hizo. Se agachó a recoger las distintas piezas de ropa, las estiró, sacó las pinzas de la bolsa, puso la ropa en la cuerda y la sujetó con las pinzas. Con cada movimiento veía a su mujer; no, sentía como si fuera ella quien efectuaba los movimientos. Sintió compasión por el cuerpo de su mujer, que había aguantado las fatigas de su profesión, de llevar la casa y ocuparse de los hijos, los dolores de los partos y del aborto, la propensión a la cistitis y los ataques de migraña. Lo sintió con tanta intensidad que se echó a llorar. Quería parar, pero no podía. Se sentó en los escalones del porche y, a través de las lágrimas, miró cómo hinchaba el viento la ropa tendida, subiéndola y bajándola.
Nada quedaría de aquel último verano que con tanto cuidado había hilvanado. Una vez más, había reunido todos los ingredientes, pero sin conseguir la felicidad. Es cierto que esta vez había sido distinta de las anteriores; había sido realmente feliz durante unos días, pero la felicidad no había querido perdurar.