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Todo quedó en nada. En mitad del abrazo apareció el dolor. Explotó en el coxis y envió ondas expansivas a la espalda, a las caderas y a los muslos. Era peor que el peor de los dolores que había sufrido hasta entonces. Le anuló el deseo, el tacto y el pensamiento. Lo convirtió en su juguete, un juguete que no podía escapar a aquel dolor y ni siquiera podía concebir que pudiera cesar. Sin querer y sin darse cuenta siquiera, soltó un gemido.
—¿Qué pasa?
Giró hasta quedar boca arriba y se presionó la frente con las dos manos. ¿Qué podía decir?
—Creo que tengo el ataque de ciática más fuerte que he tenido jamás.
Se levantó con gran esfuerzo. Ya en el baño se tomó una pastilla de Novalgina que el médico le había recetado para las crisis. Se apoyó con los brazos en el lavabo y se miró al espejo. A pesar de sentirse peor que nunca, su rostro era el mismo de siempre: el pelo rubio oscuro con sienes y mechones canosos; los ojos entre grises y verdes; el rostro con unos surcos profundos por encima de la nariz y desde la nariz hasta la boca; los pelillos que le salían de las fosas nasales y que al día siguiente se cortaría; la boca fina. Le hizo bien compartir los dolores con aquel rostro familiar y asegurarle y asegurarse a sí mismo con gesto obstinado que en aquel perro viejo aún había vida. Cuando los dolores aminoraron, volvió a la habitación.
Su mujer estaba dormida. Se sentó al borde de la cama con mucho cuidado para no despertarla. Le temblaban los párpados: ¿estaría medio dormida o medio despierta? ¿Estaría soñando? ¿Con qué soñaría? Conocía bien su rostro, el rostro joven que vivía en su interior y el rostro viejo; el infantil, alegre y sin malicia, y el cansado y amargo. ¿Cómo se llevarían aquellos dos rostros distintos?
Permaneció sentado. No quería provocar al dolor. Éste ya le había enseñado que no sólo se sentía bien instalado allí, tan bien como en su propio hogar, sino que era el amo de la casa. Ahora se había retirado a algún aposento trasero, pero dejando la puerta abierta para ponerlo en su lugar si no le guardaba el debido respeto.
Le conmovió el cabello de su mujer. Estaba teñido de color castaño, pero era blanco y gris en el nacimiento. La lucha por no hacerse viejo, luchar y luchar, perder, pero no darse por vencido. Si su mujer no se tiñera el pelo, con su nariz, sus pómulos altos, sus arrugas y sus ojos, parecería una anciana india muy sabia. Nunca había podido averiguar si su mirada era insondable porque sus sentimientos y sus pensamientos eran muy profundos o porque eran muy vacuos. Ya no lo averiguaría nunca.
Ella se disculpó a la mañana siguiente.
—Lo siento. El champán, el vino, la cena, hacer el amor, y al final, cuando todo era más bonito, la ciática. Fue demasiado para mí y me quedé dormida.
—No, soy yo el que lo siente. El médico me dijo que debía contar con sufrir algún ataque de ciática y que, en ese caso, me tomara una pastilla. No sospeché que pudiera darme tan fuerte y en un momento tan inoportuno. —Le daba miedo colocarse de lado y sólo estiró un brazo.
Ella apoyó la cabeza en su hombro.
—Tengo que ir a preparar el desayuno.
—No, no tienes que hacerlo.
—Sí, sí tengo que hacerlo.
Pero sólo era un juego. Ella quería lo que él quisiera. Entonces le pidió al dolor que se quedara en la habitación trasera aquella mañana o, al menos, durante una hora.
—¿Te pones tú encima?