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Se llevó a Therese con él porque era lo que ella esperaba; porque sabía que le hacía ilusión; porque, con su alegría, constituía una compañía agradable y porque no había ningún motivo para no llevarla.

Era el estreno de su primera obra. Tenía que estar en el palco y, al acabar la representación, subir al escenario y dejarse aplaudir o abuchear junto a los actores y el director. Si bien es cierto que no consideraba que mereciese un abucheo por una representación cuya puesta en escena no era suya. Pero le apetecía muchísimo estar en el escenario y que lo aplaudieran.

Había reservado una habitación doble en el hotel Brenner’s Park, en el que todavía no había estado nunca. Y estaba disfrutando de antemano al pensar en el lujo de la habitación y del cuarto de baño y con la idea de dar un paseo tranquilo por el parque, antes del estreno, y sentarse en el mirador a tomar un té Earl Grey y un sándwich doble. Salieron a primera hora de la tarde, llegaron a la autopista con bastante rapidez, a pesar del tráfico de los viernes, y a las cuatro ya estaban en Baden-Baden. Primero se bañó ella en la bañera de grifería dorada, y después él. Luego pasearon despacio por el parque y, después del Earl Grey y el sándwich doble en el mirador, bebieron champán. Estar juntos resultaba agradable y relajado.

Pero al mismo tiempo ella quería más de lo que él quería y podía darle. Por eso, durante un año, no había querido verlo, aunque luego había echado en falta las tardes juntos, con sus idas al cine o al teatro y las cenas, y se había conformado con que sus citas acabaran con un beso fugaz ante la puerta de su casa. A veces se acurrucaba contra él en el cine y a veces él le rodeaba los hombros con un brazo. A veces ella le cogía de la mano cuando iban andando y a veces él le apretaba la mano con la suya. ¿Veía ella en esas cosas una promesa de que era posible que hubiera algo más entre ellos? Él no quería saberlo exactamente.

Fueron al teatro y allí les saludó el director, les presentó a los actores y les condujeron al palco. Luego, se levantó el telón. Él no reconocía su obra. La noche en la que un terrorista fugitivo se aloja en casa de sus padres, su hermana y su hermano resultaba en el escenario una obra grotesca, en la que todos parecían ridículos: el terrorista con sus frases, los padres con su medrosa integridad, el hermano con su habilidad para los negocios y la hermana siempre moralizante. Pero la cosa funcionó y, tras un breve momento de titubeo, subió al escenario a recibir los aplausos junto al director y los actores.

Therese no había leído la obra y, al no estar condicionada, se alegraba de su éxito. Eso le hizo bien. Durante la cena, tras el estreno, le sonrió una y otra vez con tanta alegría que él, a quien siempre le costaba participar en acontecimientos sociales, perdió la timidez. Comprendió que el director no había convertido su obra en una obra grotesca, sino que la había interpretado como tal. ¿Debería aceptar que, sin saberlo ni pretenderlo, había escrito una obra de esas características?

Volvieron contentos al hotel. La habitación estaba preparada para la noche con las cortinas corridas y la cama abierta. Él pidió media botella de champán, se sentaron ya en pijama en el sofá y él hizo saltar el corcho. No tenían nada más que decir, pero no importaba. Sobre la cómoda había un lector de discos compactos y algunos cedés, entre los cuales uno era de música francesa de acordeón. Ella se acurrucó contra él y él le pasó un brazo por los hombros. Cuando acabaron de escuchar los cedés y de beber el champán, se fueron a la cama y, tras darse un beso fugaz, se dieron la espalda.

Al día siguiente se tomaron el regreso con calma. Visitaron el Museo Estatal de Baden-Baden, se detuvieron en una bodega y subieron al castillo de Heidelberg. De nuevo, estar juntos les resultaba fácil. Aunque, cuando él notaba el móvil en el bolsillo del pantalón, sentía como un vahído. Lo tenía apagado, pero… ¿qué habría almacenado en su interior?

Mentiras de verano
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