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En su siguiente viaje al pueblo hizo compras para aprovisionarse. En realidad no era necesario, ya que en el último invierno nunca habían tardado más de un día en despejar la carretera de nieve, pero el saco de patatas, la caja de cebollas, el barril de chucrut y el estante lleno de manzanas convertirían la despensa del sótano en un lugar sumamente acogedor para Rita, que estaría encantada de bajar a buscar patatas y subirlas.

En la granja que había en el camino encargó las patatas, las cebollas y el chucrut. El granjero le preguntó si podía llevar a su hija al pueblo y traerla cuando volviera a recoger su encargo. Así que la llevó en el coche. Era una chica de dieciséis años que quería ir a buscar unos libros a la biblioteca y que no cesó de hacerle preguntas. ¿Estaban hartos de la ciudad él y su mujer? ¿Buscaban tranquilidad en el campo? ¿A qué se dedicaban cuando vivían en la ciudad? No paró hasta averiguar que él y su mujer eran escritores, lo cual le pareció muy emocionante.

—¿Cómo se llama su mujer? ¿Puedo leer algo suyo?

Él cambió de tema.

Más tarde se enfadó consigo mismo. ¿Por qué no había dicho que su mujer era traductora o diseñadora de páginas web? No habían salido huyendo de Nueva York para caer en lo mismo en pleno campo. Luego vio en el New York Times el anuncio de que unos días más tarde se fallaría el National Book Award. De cada uno de los tres libros de Kate se había hablado para aquel premio. Si bien era cierto que ese año no había publicado ningún libro nuevo, era el año en el que la crítica había reconocido y aplaudido los tres libros como el retrato de una época. No podía concebir que aquel año no se barajara el nombre de su mujer para el premio, y si lo obtenía, todo el barullo empezaría de nuevo.

Fue a la biblioteca y tocó la bocina. La joven estaba con otras muchachas delante de la puerta; lo saludó con la mano y las demás lo miraron. Durante el viaje de regreso le contó lo interesante que les parecía a sus amigas que su mujer y él fueran escritores y que vivieran allí. Y le preguntó si no querrían ir su mujer o él a su colegio a darles una charla sobre su profesión. Ya les habían dado charlas una médica, un arquitecto y una actriz.

—No —contestó él con mayor brusquedad de la necesaria—, nosotros no damos charlas.

Cuando ya la había dejado en su casa, había metido la compra en el coche y había vuelto a quedarse solo, fue hasta el mirador junto al que hasta entonces había pasado tantas veces sin detenerse, y paró en el aparcamiento vacío. Ante él el bosque multicolor descendía hasta un amplio valle, ascendía luego más allá y mantenía su colorido hasta la primera cadena montañosa. Al alcanzar la segunda, los colores se volvían más opacos, y, ya en la lejanía, bosque y montañas se fundían con el pálido azul del cielo. Sobre el valle volaba en círculos un azor.

El granjero, que se interesaba por la historia local, le había comentado una vez la sorpresiva irrupción del invierno en 1876. Empezó a mediados del veranillo de San Miguel. La nieve caía levemente al principio, siendo motivo de alegría para los niños, pero fue haciéndose más copiosa y acabó por cubrirlo todo: los caminos quedaron intransitables y las casas inaccesibles. Quienes se vieron sorprendidos por la nieve a mitad de camino no tuvieron ninguna posibilidad de sobrevivir e incluso entre la gente que permaneció dentro de sus casas hubo muertes por frío. Algunos de los que vivían alejados de las carreteras no lograron llegar al pueblo hasta la primavera, cuando se produjo el deshielo.

Miró al cielo. ¡Ay, si nevara en ese momento! Primero levemente, de modo que quien estuviera de camino pudiera llegar a su casa, y luego de forma tan copiosa que durante días no pudiera circular ningún coche. Y si bajo el peso de la nieve se quebrara alguna rama y arrastrase consigo la nueva línea del teléfono… Y si nadie pudiera informar a Kate de que había ganado el premio ni invitarla a la ceremonia de entrega, y si nadie pudiera atraerla a la ciudad y fastidiar con entrevistas, tertulias televisivas y recepciones… Cuando se fundiera la nieve, le llegaría igualmente el premio y entonces no le alegraría menos que ahora, pero ya todo el barullo habría acabado y su mundo estaría a salvo.

Cuando el sol ya estaba bajo, se puso en marcha. Fue conduciendo desde el pueblo grande al pequeño y subió el valle por el camino de gravilla. Hasta que en un punto se detuvo y bajó del coche. Junto al camino, sujeta a unos postes nuevos y aún claros de tres metros de altura, corría la línea telefónica. Para su instalación habían talado algunos árboles y habían cortado algunas ramas. Pero aún quedaban árboles cerca.

Encontró un pino sin ramas, alto, torcido, ya seco. Ató un extremo de una cuerda alrededor del árbol y el otro al enganche del remolque, puso en marcha la tracción a las cuatro ruedas y arrancó. El motor rugió y se caló. Volvió a arrancar y el motor volvió a rugir y a calarse. Al tercer intento las ruedas giraron en vacío. Se bajó del coche y sacó la pala plegable de la bolsa de las herramientas; con ella estuvo hurgando la tierra al pie del árbol hasta dar con una roca a la que estaban enganchadas las raíces. Intentó aflojarlas: cavó, sacudió y tiró. Toda su ropa, camisa, jersey y pantalones, estaba empapada de sudor. ¡Si pudiera ver mejor! Pero ya había anochecido.

Volvió a sentarse al volante, arrancó y se alejó hasta que la cuerda estuvo bien tensa, dejó que el coche retrocediera un poco y volvió a acelerar. Fue adelante y atrás, adelante y atrás. El sudor se le metía en los ojos y le caían lágrimas de rabia por el árbol, que no quería caer, y por el mundo, que no quería dejarlos en paz a él y a Kate. Iba adelante y atrás, adelante y atrás. Esperaba que Kate y Rita no lo oyeran. Esperaba que Kate no llamase por teléfono al granjero o al almacén. Nunca había llegado tan tarde a casa. Esperaba que tampoco llamase a ninguna otra persona.

Sin anunciarlo con una inclinación progresiva, el árbol se ladeó, dio contra la línea telefónica justo al lado de un poste, y árbol y poste fueron cayendo, hasta que la línea se rompió. Después se oyó un crujido cuando dieron en el suelo.

Apagó el motor. No se oía nada. Él estaba agotado, rendido, exhausto. Pero poco a poco fue creciendo en su interior una sensación de triunfo. Lo había conseguido. Y también conseguiría todo lo demás. ¡Qué fuerza se escondía en su interior! ¡Qué fuerza!

Se bajó del coche, recogió la cuerda, la metió dentro del vehículo junto con la pala plegable, y se fue a casa. Desde lejos divisó la luz de las ventanas. ¡Su casa! Su mujer y su hija le aguardaban ante la puerta como siempre, y como siempre Rita corrió a sus brazos. Todo estaba en orden.

Mentiras de verano
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