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Fue a su cuarto de trabajo y se sentó ante la máquina de escribir. Con ella había escrito cartas, artículos y libros, hasta que consiguió que le pusieran una secretaria a la que dictar. Ya jubilado, tuvo que acostumbrarse al ordenador, aunque le habría gustado más dictar a su antigua secretaria o dejar de escribir.
Había perdido la costumbre de escribir a máquina y, al no poder utilizar la mano derecha, lo hacía aún con mayor torpeza. Tenía que ir buscando con el dedo índice letra por letra.
«Sin ti no puedo vivir. No es por la ropa limpia; la lavo, la seco y la doblo. Tampoco es por la comida; voy a la compra y cocino. Limpio la casa y riego el jardín.
»Sin ti no puedo vivir porque sin ti no hay nada. Todo lo que he hecho en mi vida he podido hacerlo porque te tenía a ti. Si no te hubiera tenido, no habría logrado nada. Y desde que no te tengo conmigo, me he ido degradando hasta lo más profundo. Afortunadamente he tenido un accidente y he entrado en razón.
»Siento muchísimo no haberte dicho nada sobre mi situación, haber planificado yo solo cómo poner fin a mi vida y haber querido decidir solo cuándo no podía soportar más.
»Ya sabes cuál es el cofre que heredé de mi padre. Voy a meter el frasco en ese cofre y a meterlo en el frigorífico. La llave va con esta carta, de modo que sin ti no podré decidir nada. Cuando las cosas ya no sean soportables, tomaremos la decisión juntos. Te quiero».
Metió el frasco en el cofre y lo cerró con llave; lo puso en el frigorífico, introdujo la llave en el sobre y le puso la dirección del piso en el que ambos vivían en la ciudad. Esperó a que pasase el cartero y le entregó el sobre.
Apenas se había marchado el cartero, le entraron dudas. ¿Su vida y su muerte en las manos de su mujer? ¿Qué ocurriría si ella no recibía la carta o si no la abría o si no le parecía bien? Hubiera querido volver a leer lo que había escrito, pero no se había quedado copia. De todos modos había una versión, casi terminada, que había desechado por los muchos errores tipográficos que contenía. Tenía que buscarla en la papelera.
Al sentarse frente a la máquina de escribir, vio una llave en el cajón abierto. La sacó. Había olvidado que existía otra llave del cofre. Riéndose, se la echó al bolsillo.
Se tumbó en el sofá del cuarto de trabajo y durmió lo que no había podido dormir por la noche. Pasadas dos horas, cuando el dolor de la mano lo despertó, fue hasta el lago y se sentó en el banco. Si su mujer no se había ido de viaje, recibiría la carta al día siguiente. Si se había ido de viaje, podrían pasar muchos días hasta que la recibiera.
Se puso de pie, sacó la llave del bolsillo y la lanzó tan lejos como pudo con la mano izquierda. La llave brilló un momento bajo la luz del sol y volvió a brillar al hundirse en el agua. En el lugar en el que cayó se formaron unas olitas suaves y concéntricas. Luego la superficie del lago recobró su lisura.