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Un jueves de septiembre fue a buscarlo a la pequeña ciudad en la que vivían sus padres y en la que él había crecido. Ya había reservado la habitación del hotel y las entradas para los conciertos. Había decidido dejar los pueblos más grandes con sus magníficos edificios de fin de siglo y, como a su padre le gustaría algo más modesto, alojarse en un hotel sencillo de un pueblo pequeño cuya playa se extendía a lo largo de kilómetros y kilómetros. El viernes por la tarde irían a oír las Suites francesas; el sábado por la noche, dos de los Conciertos de Brandeburgo y el Concierto italiano, y el domingo por la tarde, unos motetes. Llevaba los programas y se los dio a su padre cuando iban por la autopista. Aparte de eso, se había preparado lo que quería preguntarle durante el viaje: sobre su niñez, su juventud, los estudios y los comienzos profesionales. Aquello debería transcurrir sin discusiones entre ellos.

«Muy bien», dijo el padre después de haber leído los programas, y se quedó callado. Estaba erguido, con las piernas cruzadas, los brazos apoyados en los reposabrazos y las manos colgando. Así solía estar también en la butaca de su casa y así lo recordaba él, antes de presentarse al examen final del bachillerato, cuando lo fue a visitar al tribunal y asistió a un juicio. Parecía distendido, y la inclinación de su cabeza y la insinuación de una sonrisa daban a entender que se disponía a escuchar con atención e interés. Al mismo tiempo, con aquella postura mantenía las distancias. Así se distiende quien no se interesa ni por las personas ni por las situaciones; así inclina la cabeza y sonríe quien se escuda tras una sonrisa y escucha con escepticismo. Después de haberse sorprendido varias veces, con horror, sentado del mismo modo que su padre, lo sabía.

Le preguntó por sus recuerdos más tempranos y se enteró de que, a los tres años, había recibido un traje de marinero como regalo de Navidad. Le preguntó por las alegrías y las penas en el colegio y el padre se tornó más locuaz y le habló de los duros ejercicios de la clase de gimnasia; le habló de la clase de historia nacional y de las dificultades que había tenido con las redacciones hasta que tomó como ejemplo los artículos de un libro que encontró en la librería de su padre. Le habló de las clases de baile y de los encuentros con los alumnos del último curso, cuyas borracheras eran tan sonadas como las de los miembros de las hermandades estudiantiles, tras las cuales se iban a un burdel los que ya se sentían mayores. Por supuesto, él no había ido nunca a ninguno y en las borracheras sólo había participado con escaso entusiasmo. En su época de estudiante se había negado a ingresar en ninguna hermandad, a pesar de la insistencia paterna. Él quería estudiar y enriquecer su intelecto en la universidad, después de que la escuela sólo le hubiera brindado migajas o limosnas. Le habló de los catedráticos a cuyas clases magistrales había asistido y de los actos en los que había participado, y todo aquello acabó fatigándolo.

—Puedes reclinar el respaldo y dormir.

El padre reclinó el respaldo.

—Sólo voy a descansar un poco —dijo, pero pronto se quedó dormido, roncó y hasta chasqueó la lengua en algún momento.

Su padre durmiendo… Cayó en la cuenta de que eso era algo que no había vivido hasta entonces. No podía recordar haber jugado con sus padres en la cama, ni haber dormido o haberse despertado con ellos. Se iban de vacaciones solos, y a él y a sus hermanos los mandaban a casa de los abuelos o de los tíos. A él le parecía bien; vivía las vacaciones como una liberación no sólo del colegio, sino también de sus padres. Miró a su padre: vio los pelos de la barba en la barbilla y en las mejillas, los pelillos que le salían de la nariz y las orejas, la saliva en las comisuras de los labios, las venillas reventadas de la nariz. Al mismo tiempo, lo olió. Despedía un olor ligeramente rancio, levemente ácido. Se alegraba de que entre sus padres y él no hubiera habido nunca ninguna muestra de afecto, aparte del beso de saludo y de despedida que la mayoría de las veces lograba evitar. Y después se preguntó si se enfrentaría al cuerpo de su padre con una actitud más cariñosa si las muestras de afecto hubieran sido habituales entre ellos.

Se paró a repostar, y su padre, como pudo, se dio media vuelta y siguió durmiendo. Se encontraron en medio de un atasco; una ambulancia se abrió paso entre los coches con las luces azules y la sirena, y su padre musitó algo, pero sin llegar a despertarse. Le irritaba aquel sueño profundo de su padre; lo consideraba la expresión de la buena conciencia con la que siempre había ido por la vida a pesar de la prepotencia con la que le había juzgado y condenado a él. Por fin se deshizo el atasco. Rodeó Berlín, atravesó Brandeburgo y llegó a Mecklemburgo. La desnudez del paisaje le puso melancólico y el inicio del crepúsculo le calmó el ánimo.

—Sosegado está el mundo y, bajo el velo del crepúsculo, ¡cuán íntimo y encantador! —dijo su padre, despertándose y citando a Matthias Claudius. Él le sonrió y su padre le devolvió la sonrisa—. He soñado con tu hermana cuando era pequeña. Trepaba a un árbol, subía y subía, y después volaba a mis brazos, ligera como una pluma.

Su hermana era hija de la primera mujer de su padre, que había muerto de sobreparto y había quedado en la familia con el nombre de la mamá que está en el cielo, para diferenciarla de la segunda mujer, la mamá que estaba en la tierra. La segunda mujer era la madre de los dos varones y se había convertido en madre de la hermana también; los niños siempre se habían considerado hermanos y no medio hermanos. Pero él, a veces, se había preguntado si el cariño especial que su padre demostraba por la niña no sería la continuación del amor que le había inspirado su primera mujer. El crepúsculo, las sonrisas, el relato del sueño como reconocimiento de añoranza y signo de confianza le llevaron a pensar que podía formular la siguiente pregunta:

—¿Cómo era tu primera mujer?

El padre no contestó. Habían pasado del crepúsculo a la oscuridad y no podía verle el rostro ni interpretar su silencio. Carraspeó, pero no dijo nada. Cuando el hijo ya había perdido la esperanza de recibir una respuesta, el padre dijo:

—Bueno, no era muy diferente a mamá.

Mentiras de verano
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