5

Su ropa estaba mojada, pero las toallas seguían secas dentro de la bolsa. Se envolvieron en ellas, se sentaron bajo el paraguas y bebieron champán.

Ella se recostó contra él.

—Háblame de ti. Desde el principio. Háblame de tu madre, de tu padre y de tus hermanos. ¿Has nacido en los Estados Unidos?

—No, en Berlín. Mis padres daban clases de música: él de piano, y ella de violín y viola. Éramos cuatro hermanos y a mí me llevaron al Conservatorio Superior de Música, aunque mis tres hermanas eran mucho mejores que yo, pero mi padre lo quiso así. No soportaba la idea de que yo fracasara como lo había hecho él. Así que fui al Conservatorio por él, me convertí en segundo flautista en la Filarmónica de Nueva York por él, y por él llegaré, algún día, a primer flautista de alguna otra buena orquesta.

—¿Viven aún tus padres?

—Mi padre murió hace siete años, y mi madre, el año pasado.

Ella se quedó pensativa y luego preguntó:

—Si no hubieras sido flautista por complacer a tu padre y hubieras hecho lo que te apetecía, ¿qué serías?

—No te rías de mí. Al morir mi padre y después mi madre, pensé que por fin era libre y podía hacer lo que quisiera. Pero ellos siguen ahí, dentro de mi cabeza, insistiendo. Tendría que marcharme fuera durante un año, lejos de la orquesta, lejos de la flauta; tendría que correr, nadar y meditar y, quizá, poner por escrito cómo me sentía en casa con mis padres y con mis hermanas para llegar a saber lo que quiero al acabar ese año. A pesar de todo, quizá fuese tocar la flauta.

—Yo, a veces, hubiera querido que alguien me insistiera. Mis padres tuvieron un accidente de coche y murieron cuando yo tenía doce años. A la tía con la que fui a vivir no le gustaban los niños. Tampoco sé si yo le gustaba a mi padre. Alguna vez dijo que tenía ganas de que me hiciera mayor para poder hacer cosas conmigo. Oír eso no es muy agradable.

—Lo siento. ¿Y cómo era tu madre?

—Muy guapa. Quería que yo fuera tan guapa como ella. Mi ropa era tan exquisita como la suya, y cuando me ayudaba a vestirme, era fantástica, cariñosa, tierna. Ella me habría enseñado cómo manejar a las amigas sarcásticas y a los amigos descarados. Pero tuve que aprenderlo todo yo sola.

Estaban los dos sentados bajo el paraguas, entregados a sus recuerdos. Como dos niños que se han perdido y anhelan volver a casa, pensó él. Le vinieron a la mente algunos de sus libros favoritos de la infancia, en los que niños y niñas se perdían y sobrevivían en cuevas o chozas, o eran raptados en un viaje y sometidos a esclavitud, o los secuestraban en Londres y les obligaban a mendigar y robar, o eran vendidos en Tesino para trabajar como deshollinadores en Milán. Él se había afligido con aquellos niños por la pérdida de sus padres y había confiado en su retorno al hogar. Pero el atractivo de aquellas historias estaba en que los niños lograban arreglárselas sin sus padres y, cuando por fin volvían a casa, se habían emancipado de ellos. ¿Por qué es tan difícil ser autónomo si para ello no se necesita a nadie más que a uno mismo? Suspiró.

—¿Qué pasa?

—Nada —contestó él, rodeándola con su brazo.

—Has suspirado.

—Me gustaría haber avanzado más de lo que lo he hecho.

Ella se acurrucó a su lado.

—Conozco ese sentimiento. Pero ¿no avanzamos a trompicones? Durante mucho tiempo no ocurre nada y, de repente, experimentamos una sorpresa, tenemos un encuentro, tomamos una decisión y ya no somos los mismos de antes.

—¿Que no somos los mismos de antes? Hace seis meses tuvimos una reunión de antiguos alumnos y los que en el colegio eran chicos buenos y simpáticos lo seguían siendo, y los hijos de puta continuaban siendo hijos de puta. A los demás les debió de pasar lo mismo conmigo. Aquello me impresionó. Uno trabaja en su persona, piensa que cambia y evoluciona, y los demás le reconocen de inmediato como el que siempre fue.

—Vosotros los europeos sois pesimistas. Venís del Viejo Mundo y no sois capaces de imaginaros que el mundo y las personas se renuevan.

—Vayamos a pasear por la playa. Ya casi no llueve.

Se anudaron las toallas alrededor del cuerpo y corrieron por la playa, al borde del mar. Iban descalzos y la arena, húmeda y fría, les producía un cosquilleo.

—No soy pesimista. Siempre confío en que mi vida va a mejorar.

—Yo también.

Cuando la lluvia volvió a arreciar, regresaron a casa de Susan. Estaban helados. Mientras Richard se duchaba, Susan bajó al sótano y puso en marcha la calefacción; mientras se duchaba Susan, Richard encendió el fuego en la chimenea. Llevaba puesta la bata que Susan conservaba de su padre: una bata roja, abrigada, de lana pesada y con forro de seda. Colgaron sus ropas para que se secaran y averiguaron cómo funcionaba el samovar que estaba sobre la repisa de la chimenea. Luego se sentaron en el sofá: ella, con las piernas cruzadas en un extremo, y él, arrodillado, en el extremo opuesto. Tomaron el té y se miraron.

—Seguramente podré ponerme la ropa dentro de poco.

—Quédate aquí. ¿Qué vas a hacer con esta lluvia? ¿Estar solo en tu habitación?

—Yo… —quiso objetar que no quería imponer su presencia, que no quería molestar y desbaratar los planes que ella tuviera para aquel día. Pero no era más que pura retórica. Notaba que a ella le gustaba su compañía. Podía verlo en la expresión de su rostro y oírlo en el tono de su voz. Le sonrió, de un modo cortés al principio y con timidez luego. ¿Qué hacer si la situación despertaba en Susan expectativas que no podía colmar? Pero Susan sacó un libro del montón de libros y periódicos que había junto al sofá y se puso a leer. Estaba allí sentada leyendo tan contenta, tan cómoda y tan distendida que él también empezó a relajarse. Buscó y encontró un libro que le interesó, pero no se puso a leerlo, sino a observar cómo lo hacía ella. Hasta que la vio levantar la vista y sonreírle. Le devolvió la sonrisa, ya relajado del todo, y se sumergió en la lectura.

Mentiras de verano
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