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También ese verano le llegó una invitación para ir a Nueva York. Sacó el sobre del buzón y lo abrió camino del banco en el que solía leer el correo por las mañanas. La Universidad de Nueva York, a la que estaba ligado desde hacía veinticinco años, le invitaba a organizar un seminario en primavera.

El banco estaba junto al lago, en una zona del terreno que quedaba separada del resto de la finca y de la casa por una carreterita. Cuando se compraron aquella casa, su mujer y los niños consideraron que la carretera era un fastidio. Pero luego se acostumbraron. A él le gustó desde el principio que fuese un pequeño reino de su propiedad en el que poder refugiarse. Cuando heredó, mandó reconstruir la vieja caseta de los botes y terminar la estructura del tejado. Muchos veranos había trabajado allí, pero ese verano prefería sentarse en el banco. Era su escondite, desde el cual no se podía ver ni la caseta ni el embarcadero, donde a sus nietos les gustaba jugar. Cuando se alejaban nadando, lo veían y él los veía a ellos, y se saludaban con la mano.

La primavera siguiente no daría clase en Nueva York. No volvería a dar clase en Nueva York nunca más. Su vida en Nueva York, que con el paso de los años se había convertido en una parte tan natural de su existencia que ya hacía tiempo que no se cuestionaba si allí era feliz o no, se había acabado. Y como se había acabado, sus pensamientos volaron a su primer semestre allí.

Reconocer que entonces no fue feliz en Nueva York no sería grave si eso no lo llevara a la siguiente confesión. Al volver de los Estados Unidos, conoció a una mujer en un accidente. Chocaron por ir indebidamente con las bicicletas. A él le pareció una manera bonita de conocerse. Estuvieron saliendo durante dos años, fueron a la ópera, al teatro o a comer; hicieron algunos viajes cortos y siempre dormían uno en casa del otro. A él le parecía lo bastante guapa y lo bastante inteligente, le gustaba tocarla y que ella le tocara y pensó que, por fin, lo había conseguido. Pero cuando ella tuvo que marcharse por motivos de trabajo, la relación empezó a resultarle fatigosa, hasta que se fue apagando. Fue entonces cuando se dio cuenta de que se sentía aliviado; de que, en realidad, la relación ya le había resultado fatigosa durante aquellos dos años; de que se habría sentido más feliz quedándose en casa, leyendo o escuchando música, que quedando con ella. Quedaba con ella porque, una vez más, pensaba que en aquella relación se daban todos los ingredientes para la felicidad y que por lo tanto debía ser feliz.

¿Cómo habían sido las cosas con las demás mujeres de su vida? ¿Cómo le había ido con su primer amor? Se sintió feliz cuando Barbara, la chica más guapa de la clase, fue al cine con él, dejó que la invitara a un helado, que la acompañara a casa y que la besara en la puerta. Él tenía quince años y era su primer beso. Algunos años más tarde, Helena se lo llevó a la cama y la cosa funcionó bien a la primera, él no se corrió demasiado pronto, ella se corrió también, y se pasó toda la noche dándole lo que un hombre puede dar a una mujer. Él tenía entonces diecinueve años y ella treinta y dos. Siguieron juntos hasta que ella, a los treinta y cinco, se casó con un abogado de Londres con el que, como acabó por enterarse, mantenía relaciones desde hacía años. Por aquel entonces hizo su examen final, le salió mejor de lo que esperaba y acabó convirtiéndose en profesor adjunto; escribió artículos, escribió libros y llegó a ser catedrático. Era feliz… ¿O acaso, una vez más, quería serlo? ¿Volvía a creer que debía ser feliz porque todo era como debía ser? ¿Era de nuevo aquella felicidad que sentía una felicidad porque contaba con todos los ingredientes? A veces se había preguntado si su vida no debería transcurrir en otro lugar, pero había eliminado de su mente esa pregunta igual que había eliminado que era pura vanidad lo que le había llevado a rondar a Barbara y a servir a Helena, y que a menudo encontraba fatigoso el esfuerzo que le exigía satisfacer esa vanidad.

Pensar sobre si había sido feliz en su matrimonio y con su familia le asustaba.

Quería alegrarse con el azul del cielo y el azul del lago y el verde de los prados y del bosque. No le gustaba aquel paisaje por la vista de los Alpes a lo lejos, sino por el suave trazo con el que se alzaban las montañas cercanas, entre las que descansaba el lago, en medio del cual, dentro de una barca, veía a un chico y a una chica; él remaba y ella tenía los pies metidos dentro del agua. Las gotas que levantaban los remos brillaban al sol y las suaves olas que formaban los pies de la chica y el avance de la barca se extendían por la lisa superficie del agua. Los niños —que debían de ser Meike, la hija mayor de su hijo, y David, el hijo mayor de su hija— no hablaban. Desde el paso de la furgoneta de correos ningún otro ruido había perturbado la tranquilidad de la mañana. Su mujer estaba en casa preparando el desayuno y pronto aparecería alguno de sus nietos a buscarlo.

Entonces pensó que no debería considerar el convencimiento de lo falaz de su felicidad como algo negativo, sino positivo. ¿Qué podría ser mejor que ese convencimiento para alguien que quiere dejar la vida? Quería dejarla porque los meses que tenía ante sí, los últimos meses, serían horribles. Y no porque no pudiera soportar los dolores. Sólo se iría cuando los dolores se hicieran insoportables.

Pero no conseguía tomarse aquello de un modo positivo. La idea de pasar juntos el verano, su último verano, era la idea de ser felices juntos por última vez. No había necesitado ser muy persuasivo para que sus dos hijos aceptaran pasar cuatro semanas con los niños en la casa del lago, pero sí un poco. También había tenido que convencer a su mujer; ella habría preferido viajar a Noruega, de donde era su abuela y donde no habían estado nunca. Ahora tenía a toda la familia reunida y su amigo de toda la vida también iría a pasar unos días con ellos. Creía haber preparado bien aquella última oportunidad de ser felices todos juntos. Pero ahora se preguntaba si no se trataría, una vez más, de una simple reunión de los ingredientes para ser feliz.

Mentiras de verano
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