11

Desde el avión le hubiera gustado ver una vez más la casa y la playa. Pero estaban al norte y el avión tomó rumbo al sureste. Miró el mar y algunas islas, luego vio Long Island y, por fin, Manhattan. El aparato efectuó un amplio viraje hasta el Hudson y él reconoció la iglesia que estaba a pocos pasos de su casa.

A su barrio se había adaptado no sin cierta dificultad. Era muy ruidoso y al principio no se sentía seguro cuando volvía a casa por la noche y tenía que pasar por delante de aquellos chicos «duros», sentados en las escaleras de entrada a las casas o apoyados en las barandillas, bebiendo, fumando y con la música a todo volumen. A veces se dirigían a él y él no entendía lo que pretendían ni por qué le miraban desafiantes y se reían luego con tono de burla. En una ocasión le cerraron el paso y quisieron…, bueno, él creyó que le querían robar el estuche con la flauta, pero sólo querían verla y escucharle tocar. Apagaron su música y, ante el repentino silencio, se quedaron todos cortados. También él estaba cortado, además de que aún le inspiraban miedo. Al principio emitió un sonido tenue, pero poco a poco fue cobrando aplomo y soltura, y los chicos se pusieron a tararear la melodía y a marcar el ritmo con las palmas. Después se bebió una cerveza con ellos y, desde entonces, le saludaban con un «Hey, pipe» o un «Hola, flauta»[1] y él les devolvía el saludo y poco a poco fue aprendiéndose sus nombres.

También su apartamento era ruidoso. Podía oír cómo se peleaban, pegaban y amaban sus vecinos y sabía cuáles eran sus programas de radio y de televisión favoritos. Una noche oyó un disparo dentro del edificio y se pasó unos cuantos días mirando con desconfianza a todas las personas con las que se cruzaba por las escaleras. Cuando algún vecino le invitaba a una fiesta en su piso, intentaba casar personas con ruidos: la mujer de los labios finos con la voz refunfuñona, el hombre del tatuaje con las palizas, la hija regordeta y su novio con los sonidos del amor. Una vez al año se vengaba de aquellas invitaciones dando él una fiesta en la que los vecinos, que se odiaban entre sí, se soportaban en honor a él. Nunca tuvo problemas por tocar la flauta: podía ensayar por la mañana temprano y tarde por la noche, y aunque lo hubiera hecho a medianoche, tampoco habría molestado a nadie. Él dormía siempre con tapones en los oídos.

Con el paso del tiempo el barrio fue cambiando. Parejitas jóvenes arreglaron casas venidas a menos o transformaron comercios cerrados en restaurantes. Richard empezó a tener vecinos que eran médicos, abogados o empleados de banca y pudo invitar a cenar como es debido a quienes le visitaban. Su edificio era de los que habían permanecido como estaban. La comunidad de herederos a la que pertenecía la finca estaba demasiado enfrentada para venderlo o reformarlo. Pero a él le gustaba así. Le gustaban los ruidos. Le producían la sensación de que vivía en todo el mundo y no sólo en un enclave del reino.

Se dio cuenta de que, cuando le describió a Susan cómo serían los días y las semanas siguientes, no le había hablado del segundo oboe. Solía quedar con él una vez por semana para cenar en el restaurante italiano de la esquina, donde hablaban de la vida de los europeos en los Estados Unidos, de las esperanzas y desengaños profesionales, de los chismorreos de la orquesta, y de mujeres. Al oboe, que procedía de Viena, le parecía que las mujeres americanas eran tan difíciles como se lo habían parecido a Richard hasta aquel momento. Tampoco le había hablado a Susan del viejo que vivía en la buhardilla de su edificio y que, algunas veces, acudía a su casa al anochecer para jugar una partida de ajedrez, cosa que hacía con tanto acierto y sagacidad que a Richard no le importaba perder. Tampoco le había hablado de María, una de las chicas de la calle que, no sabía bien cómo, se había hecho con una flauta y a la que había ayudado para que aprendiera a colocar adecuadamente los labios, asir el instrumento y leer las partituras, y que, al despedirse, le había abrazado, le había dado un beso apretado en los labios y había pegado su cuerpo al de él. Y tampoco le había hablado de sus clases de español con un profesor salvadoreño exiliado, que vivía una calle más allá, ni del destartalado gimnasio en el que se sentía a sus anchas. Sólo le había hablado de las pruebas y los conciertos de la orquesta, del flautista que ensayaba con él de vez en cuando, de los hijos de aquella tía suya que, tras la guerra, se había ido con un soldado de infantería estadounidense a Nueva Jersey, de que estaba estudiando español, pero no con quién, y de que iba al gimnasio, pero no a cuál. No es que hubiera pretendido ocultárselo. Simplemente, las cosas habían ido así.

Mentiras de verano
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