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—La historia empieza antes de la guerra de Irak. Yo ocupaba un puesto en el Ministerio de Economía y había sido invitado a participar en una tertulia junto a otros jóvenes colegas del Ministerio del Interior, del Ministerio de Asuntos Exteriores y de la Universidad, una de esas tertulias que por entonces habían vuelto a ponerse de moda en Berlín. Nos reuníamos una vez al mes a las ocho de la tarde, discutíamos, nos bebíamos unas botellitas de vino y, con frecuencia, a las once, venían también nuestras novias, después del trabajo, del concierto o del teatro, y se burlaban de aquellas charlas sobre libros, ya a punto de acabar, que con tanta seriedad y placer manteníamos. Al final, la cosa solía animarse bastante.

»A veces, los diplomáticos nos invitaban a sus recepciones, no a las importantes, pero sí a las que se organizaban con poetas o artistas extranjeros. Al principio, yo me quedaba con mi novia junto a la gente que ya conocíamos. Luego nos dimos cuenta de que a los demás les gustaba que participáramos en sus conversaciones. Por supuesto que había los que eran demasiado importantes para que les resultáramos interesantes y los que actuaban como si lo fueran, pero eran las excepciones. Yo nunca lo hubiera pensado, pero en las recepciones uno puede divertirse de lo lindo.

»Podría haberme dado cuenta de que… Bueno, me di cuenta de que el agregado de la embajada de Kuwait tonteaba con mi novia. ¿Debería haber evitado el contacto con él por eso? Era un simple coqueteo. Se trataba más de una admiración por su belleza que de un auténtico cortejo. Yo también lo hago cuando una mujer me gusta, para que lo sepa, no para ligar con ella. Mi novia respondía a aquel tonteo; no es que lo alentara, pero sí demostraba que sus cumplidos la halagaban.

Para contarme aquello se había apoyado en el brazo del asiento. En ese momento se echó hacia atrás.

—Mi novia era guapísima. ¡Cómo me gustaba su pelo rubio! Sus mechones claros y sus mechones oscuros, las ondas que le caían hasta los hombros y que le daban luz a su rostro. Era mi ángel. Me hubiera gustado llamarla así siempre: mi ángel. Y tenía un tipo precioso. —Volví a oírle reírse bajito—. Ya sabe usted lo severas que pueden ser las mujeres al juzgarse a sí mismas. Quizá tuviera razón en que sus pantorrillas eran un poco anchas, pero a mí me gustaban. Daban solidez a su belleza rubia. Y encajaban con que su abuelo fuera labrador, su padre ferroviario y ella una médica comprometida con su profesión. También me gustaba que, por un capricho de la naturaleza, tuviese algo corta la zona entre la nariz y el labio superior, por lo que a menudo le quedaba la boca entreabierta, dándole una expresión graciosa y encantadora, como la de un niño que se queda boquiabierto ante el mundo. Pero cuando se concentraba y cerraba los labios, su rostro ponía de manifiesto su determinación. ¡Y qué andares tenía! ¿Conoce usted esa canción que dice: «Elle ne marche pas, elle danse»? —Y se puso a tararear la melodía en voz baja—. No deberíamos haber aceptado la invitación del agregado. Pero a mi novia le gustaba viajar a países lejanos y a mí, que no me gusta viajar… ¿No le parece una cosa de locos? A mí no me gusta viajar, hubiera preferido no hacerlo, y ahora, por haberlo hecho, me veo obligado a viajar para salvar mi vida. Bueno, el caso es que yo consideraba que le debía ese viaje y me alegré de poder hacerlo no como unos turistas estúpidos sino teniendo una persona y un lugar como puntos de referencia. Nadie nos advirtió nada y tampoco había por qué. Aceptamos la invitación y en Pascua volamos para allá.

»Nos alojamos en un hotel y no en el complejo de casas, patios y jardines en los que vivía el agregado con su clan. A mí ya me parecía más que suficiente que se ocupara de nosotros. Siempre íbamos con él de acá para allá y a menudo nos acompañaban sus hermanos y sus amigos. Fuimos al desierto, a los campos de petróleo, salimos al mar con los pescadores, visitamos la universidad y el Parlamento, y apostamos y ganamos en las carreras de camellos. Aquello no era un viaje a la aventura, sino unas vacaciones de gente rica; las infraestructuras son allí como las de Florida, en los restaurantes hay cocineros franceses, las meriendas campestres se sirven en mesas con mantel, vajilla de porcelana y cubertería de plata. Y siempre nos movíamos en grandes coches con chófer. Era impresionante. Pero yo me sentía feliz cuando por la noche volvíamos a nuestra suite, o cuando por la mañana estábamos sentados en la terraza y veíamos salir el sol. Tanto en el Mediterráneo como en el Mar del Norte habíamos visto muchas veces ponerse el sol en el mar, pero nunca habíamos visto su salida.

Mentiras de verano
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