12

Los pasillos eran más agradables de lo que recordaba en los hospitales alemanes, más anchos, con butacas de cuero y arreglos florales. En el ascensor vio un cartel en el que ponía que el hospital había recibido el galardón de «Hospital del Año» por cuarto año consecutivo. Lo acompañaron hasta la sala de espera y le dijeron que el médico saldría enseguida. Se sentó, volvió a levantarse, miró las coloridas fotografías que había en las paredes. Las ruinas de los templos camboyanos y mexicanos le parecieron deprimentes y volvió a sentarse. Pasada una media hora, la puerta se abrió y el médico se dirigió hacia él y lo saludó. Era un hombre joven, enérgico y alegre.

—En medio de la desgracia ha habido suerte. Su mujer extendió el brazo derecho y, cuando su hija salió impulsada hacia delante, se lo rompió. Pero la fractura es limpia y sin desplazamiento y seguramente eso le ha salvado la vida a la niña. Su mujer tiene, además, tres costillas rotas y traumatismo cervical, pero se pondrá bien. Sólo tendrá que estar aquí unos días —le dijo sonriendo—. Es un honor tener como paciente a la ganadora del National Book Award y ha sido para mí una gran satisfacción ser yo quien le haya dado la buena noticia. La reconocí inmediatamente, pero casi no me atrevía a hablarle del premio, y resulta que ella no sabía nada y que se ha alegrado mucho.

—¿Y cómo está mi hija?

—Se ha hecho un corte en la frente, pero ya se lo hemos cosido y ahora está descansando. Esta noche se quedará en observación y, si no hay nada nuevo, mañana podrá llevársela a casa.

Él asintió.

—¿Puedo ver a mi mujer?

—Venga conmigo.

Kate estaba en una habitación individual y llevaba collarín y el brazo derecho en cabestrillo. El médico los dejó solos.

Él acercó una silla a la cama.

—Enhorabuena por el premio.

—Tú ya lo sabías. Has ido todos los días al pueblo y allí lees el New York Times. ¿Por qué no me lo dijiste? Como tú no has conseguido ser un escritor de éxito, ¿tampoco puedo serlo yo?

—No, Kate, no es eso. Yo sólo quería preservar nuestra vida. No tengo celos de tu éxito. Tú puedes escribir todos los bestsellers que…

—Yo no me considero mejor que tú. Tú te mereces el mismo éxito que yo, y siento que el mundo sea injusto y no te lo conceda. Pero no por eso voy a renunciar a escribir. No puedo rebajarme.

—¿Rebajarte a mi nivel? —dijo él, sacudiendo la cabeza—. Lo que yo quería es que no se volviera a organizar todo ese trajín de entrevistas, debates en televisión, recepciones y demás. No quería que volviéramos a lo de antes. Estos últimos seis meses nos han sentado tan bien…

—Pues yo no puedo seguir soportando haber quedado reducida a ser una sombra que por las mañanas desaparece en su escritorio y que por la noche se sienta contigo frente a la chimenea y que un día a la semana juega a ser una familia.

—No nos sentamos frente a la chimenea, hablamos, y no jugamos a ser una familia, lo somos.

—Sabes perfectamente a lo que me refiero. Lo que yo he sido para ti estos últimos seis meses lo podría haber sido cualquier mujer que sepa entretenerse sola, que no hable mucho y a la que por la noche le guste acurrucarse. Yo no puedo vivir con un hombre que, por puros celos, sólo permite que quede eso de mí, o al que le gusta que sólo sea eso.

—¿Qué quieres decir?

—Que te vamos a dejar, que nos vamos a…

—¿Os? ¿Tú y Rita? ¿Rita, a la que le he cambiado los pañales, a la que he bañado, a la que le he preparado la comida, a la que he enseñado a leer y a escribir y a la que he cuidado cuando estaba enferma? Ningún juez te dará su custodia.

—¿Después del atentado de hoy?

—¡Atentado! —Volvió a sacudir la cabeza—. No ha habido ningún atentado. Yo sólo intentaba bloquear todo tipo de comunicación: el teléfono, Internet y, claro, también el camino a casa.

—Ha sido un atentado y el conductor que nos ha traído hasta aquí va a informar de ello al sheriff.

Hasta entonces él había estado sentado en la silla con la espalda encorvada y la cabeza gacha. Al oír aquello se enderezó.

—Ya he sacado el coche de allí, he venido al hospital en él y he quitado la barrera del camino. Todo lo que el sheriff va a sacar en claro es que tú ibas conduciendo con nuestra hija en el asiento delantero y sin el cinturón de seguridad —dijo mirando fijamente a su mujer—. Ningún juez te dará la custodia de Rita y tendrás que quedarte conmigo.

¿Qué significaba aquella mirada suya? ¿Odio? No podía ser. Estaría perpleja. Lo que le dolía no era el brazo roto ni las costillas; era que fuese él quien zanjaba el asunto. No podía entender que no podía zanjarlo ella sin contar con él. Pues ya iba siendo hora de que lo entendiera. Se puso de pie y le dijo: «Te quiero, Kate».

¿Con qué derecho le miraba horrorizada? ¿Con qué derecho le espetó: «Te has vuelto loco»?

Mentiras de verano
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