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Recordó su primer semestre como catedrático en Nueva York. Cuánto se había alegrado cuando llegó la invitación, cuando le pusieron el visado en el pasaporte, cuando se subió al avión en Frankfurt, cuando bajó en el JFK en medio del calor del atardecer y tomó un taxi para que lo llevara a la ciudad. También disfrutó del vuelo, a pesar del poco espacio que había entre las filas y de lo estrechos que eran los asientos, y cuando iban volando sobre el Atlántico, vio a lo lejos otro avión y le pareció como si estuviera sentado en la cubierta de un barco que en medio de la inmensidad del océano se encuentra con otro.
Ya había estado otras veces en Nueva York, haciendo turismo, visitando a amigos o como invitado a alguna conferencia. Pero ahora vivía el ritmo de la ciudad. Era uno más. Tenía su apartamento, como todos. Era un apartamento céntrico y no estaba lejos del parque ni del río. Como todos, tomaba el metro por las mañanas, pasaba el billete por la ranura, atravesaba el molinillo giratorio y bajaba la escalera hasta el andén, se metía en el vagón tan repleto de gente que no podía pasar las páginas del periódico y, pasados veinte minutos, se apeaba. Al anochecer solía encontrar algún asiento libre en el metro, acababa de leer el periódico y hacía alguna compra en las inmediaciones de su casa. Podía ir a pie al cine o a la ópera.
No le molestaba no pertenecer al claustro. Sus colegas no tenían que tratar con él nada de lo que trataban entre sí, y los alumnos, como sólo lo iban a tener durante un semestre, no se lo tomaban tan en serio como a los catedráticos con los que tendrían que vérselas un año tras otro. Pero sus colegas eran amables y sus alumnos estaban atentos, sus clases tenían éxito y desde la ventana de su despacho se veía una iglesia gótica de arenisca rojiza.
Sí, se había sentido alegre antes de su partida y también a su regreso. Pero la verdad es que allí no había sido feliz. Su primer semestre en Nueva York fue el primero en que no tuvo que ejercer la docencia en su universidad alemana y le habría gustado disfrutar de aquella libertad en vez de tener que volver a dar clase. Su apartamento de Nueva York era sombrío y, por el patio, el sistema del aire acondicionado resonaba tan fuerte que, para poder dormir, tenía que ponerse tapones en los oídos. Muchas noches, mientras cenaba solo en algún restaurante barato o veía alguna película mala, se sentía solo. El aparato del aire acondicionado de su despacho le hacía llegar un aire tan seco a la cara que sufrió una sinusitis y tuvo que operarse. La operación fue horrible, y cuando se despertó de la anestesia, se encontró con que no estaba en una cama sino en una tumbona, en una sala con otros pacientes también instalados en tumbonas, y poco más tarde, aún con dolor de cabeza y la nariz sangrante, lo mandaron a casa.
No admitía que no era feliz; quería serlo. Quería ser feliz porque había conseguido salir de su pequeña ciudad universitaria alemana para instalarse en la gran Universidad de Nueva York y formar parte de ella. Quería ser feliz porque había soñado mucho con aquella felicidad y ahora la tenía, o al menos contaba con todos los ingredientes que se había imaginado que debía tener. A veces oía en su interior una vocecita que cuestionaba su felicidad, pero la hacía callar. Ya de niño, cuando iba al colegio o a la universidad, sufría al salir de viaje y tener que abandonar su mundo y a sus amigos. ¡Cuántas cosas se habría perdido de haberse quedado siempre en casa! Así que en Nueva York se decía a sí mismo que su destino debía ser vencer las dudas para encontrar la felicidad donde, en principio, parecía no hallarse.