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Tres semanas después se fueron a Provenza. En Cucuron encontraron un viejo hotel, bastante barato, en la plaza del Mercado, donde les alquilaron encantados por cuatro semanas la habitación grande que daba a la galería del piso superior. No servían desayunos ni cenas, no había conexión a Internet, y las camas sólo las hacían de vez en cuando, pero les proporcionaron otra mesa y otra silla más, con lo que podían trabajar en la habitación o en la galería uno al lado del otro, como se habían imaginado.
Empezaron con mucho entusiasmo, pero cada día que pasaba les parecía que el trabajo era menos apremiante y de menor importancia. Y no es que hiciera mucho calor: los muros gruesos y los techos altos del viejo edificio mantenían frescas habitación y galería. El trabajo —un libro sobre la diferencia de sexos y la equivalencia de derechos, en el caso de ella, y un artículo sobre la crisis financiera, en el caso de él— no avanzaba. Sentarse junto al estanque rectangular, rodeado por un muro, delante del Bar de l’Étang, beberse un espresso, y contemplar el agua y los plátanos, sí. O ir en coche a las montañas, o conocer nuevas cepas en una explotación vitivinícola, o poner unas flores sobre la tumba de Camus en el cementerio de Lourmarin, o callejear por la ciudad de Aix y entrar en la biblioteca para mirar el correo electrónico. No tener que preocuparse por el correo habría convertido el callejear en algo aún más agradable, pero Anne estaba esperando la confirmación para un trabajo y él el encargo de una obra.
—Es la luz —dijo él—. Con esta luz se puede trabajar en el campo, en los viñedos o en el olivar, y quizá también se pueda escribir, si es sobre el amor o sobre nacer y morir, pero no sobre los bancos y la bolsa.
—Es la luz y los olores. ¡Cómo huele todo aquí! La lavanda y los pinos y el pescado y el queso y la fruta del mercado. ¿Qué importancia pueden tener los pensamientos que les meto en la cabeza a mis lectores frente a este olor?
—Sí —contestó él, riéndose—, pero con esos olores en la nariz ya nadie quiere cambiar el mundo, y tus lectores han de cambiar el mundo.
—¿Ah, sí?
Estaban sentados en la galería con sus ordenadores portátiles delante. Él la miró asombrado. ¿Acaso no quería ella cambiar el mundo y no daba conferencias y escribía artículos para que sus alumnos y sus lectores también quisieran cambiarlo? ¿No se había negado a hacer concesiones, adaptando su carrera profesional a las exigencias universitarias por ese motivo? Ella estaba mirando más allá de los tejados, con los ojos llenos de lágrimas.
—Quiero tener un hijo.
Él se levantó, fue hasta ella, se agachó junto a su silla y le sonrió.
—Eso puede hacerse.
—Pero ¿cómo? ¿Cómo voy a tener un hijo con la vida que llevo?
—Te vienes a vivir conmigo. Los primeros años dejas las clases y te dedicas sólo a escribir. Y luego ya veremos.
—Sí, y luego las universidades ya no me invitarán. Me invitan ahora porque están seguros de que estoy disponible. Y escribiendo no soy tan buena como dando clases. Ya ves, llevo trabajando en mi libro desde hace años.
—Las universidades te invitan porque eres una profesora magnífica. Y, para que no se olviden de ti, durante los primeros años quizá fuese buena idea que escribieras algunos artículos en vez del libro. Mira, dentro de unos años el mundo será distinto, y habrá nuevos perfiles profesionales y nuevas carreras, y para ti habrá nuevos puestos de trabajo. Hay tantas cosas que cambian tan deprisa…
Ella se encogió de hombros.
—También se olvida deprisa.
Él la rodeó con sus brazos.
—Sí y no. ¿No me contaste que la decana de Williams te invitó porque las dos asististeis a un seminario hace veinte años y la dejaste impresionada? A ti nadie puede olvidarte tan deprisa.
Por la noche encontraron un restaurante con terraza y una amplia vista en Bonnieux. El nutrido grupo de ruidosos y alegres turistas australianos que ocupaban la mayor parte de las mesas se marchó pronto y ellos se quedaron solos en medio de la oscuridad. Ante la asombrada e interrogante mirada de ella, él pidió champán.
—¿Por qué vamos a brindar? —preguntó ella, haciendo girar la copa entre el índice y el pulgar.
—¡Por nuestra boda!
Ella siguió haciendo girar la copa. Luego le miró con una sonrisa triste en el rostro.
—Siempre he sabido lo que quería. También sé que te quiero, igual que sé que tú me quieres. Quiero tener hijos y quiero tenerlos contigo. Y tener hijos y casarse son cosas que van juntas. Pero hoy es la primera vez que hablamos de ello. Dame un poco de tiempo. —Su sonrisa se tornó alegre—. ¿Quieres brindar conmigo por tu propuesta de matrimonio?