12
Las vacaciones habían llegado a la mitad. Él sabía que la segunda parte de aquel verano todos juntos transcurriría más deprisa que la primera, y ésta se había pasado en un abrir y cerrar de ojos. Pensó qué podría decirles aún a sus hijos. A Dagmar, quizá que no se preocupara tanto de los niños, que era una buena bióloga, que no debería desaprovechar su talento y que debería volver a trabajar; que lo que hacía era mimar en exceso a su marido y que eso no era bueno para él ni para ella. Y a Helmut, quizá que si realmente le parecía interesante estar al tanto de qué empresa iba a fusionarse con qué otra y cuál iba a asumir el liderazgo; que si realmente le interesaba la gran cantidad de dinero que amasaba; que si, con el ejemplo del viejo amigo de la familia, no había pensado que sería mejor convertirse en una clase distinta de abogado.
No, no podía ser. Dagmar se había casado con un tonto de remate y sólo cabía esperar que no llegara a darse cuenta y que siguiera deslumbrada por su enorme fortuna y sus buenos modales. Helmut le había tomado gusto a ganar dinero y se había creado una adicción, y su mujer disfrutaba de los frutos. Puede que a ambos hijos les importasen tanto las apariencias por pura inseguridad; puede que ellos no les hubieran proporcionado seguridad suficiente. Ahora él ya no podría dársela. Pero podía decirles que los quería. Todo eso que padres e hijos se decían con tanta facilidad en las películas americanas también él tendría que poder decirlo.
Lo que nunca había funcionado bien con sus hijos, aquel verano funcionaba; no estaban en plan exigente, sino conciliador y afectuoso. No habría podido disfrutar tanto de los nietos si los hijos no hubieran colaborado. No, no podía darles ninguna indicación a sus hijos. Sólo podía decirles que los quería.
Un día los dolores fueron tan intensos que tomó el tren, fue a la ciudad y le pidió al médico que le recetara morfina. El médico le extendió la receta tras cierta reticencia y dándole toda clase de instrucciones sobre dosificación y efectos. Más amable fue la farmacéutica, a la que compraba las medicinas desde hacía años; con una sonrisa triste le dio la caja y un vaso de agua.
—Así que ya ha llegado a ese punto…
Perdió el tren de la tarde y tuvo que tomar el de la noche. Había dejado el coche en la estación y se preguntó si podría conducir, pero no le habían dicho que no y, tras recorrer las calles vacías, llegó sano y salvo. La casa estaba a oscuras. Si todo el mundo estaba durmiendo, no había ninguna prisa. Podía sentarse un rato en su banco junto al lago. Podía disfrutar de que aquella noche el dolor no sólo se había retirado a un aposento trasero, sino que se había encerrado en él con llave y no había riesgo de que volviera.
Sí, la morfina era la solución. Con ella, efectivamente, era posible que una noche sin dolor pasase de ser algo infrecuente a lo que no se podía renunciar a una situación soportable. Se sintió ligero; no sólo no le dolía el cuerpo sino que latía con blandura y firmeza, lo sostenía, lo transportaba, tenía alas. Sin moverse podía ver las luces de la otra orilla del lago e incluso alcanzar las estrellas.