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Dio el paseo que daba todas las mañanas y en el que pasaba junto a la escuela y la oficina de correos, la farmacia y la frutería, atravesaba la urbanización hasta llegar al bosque, pasaba junto a la cuesta hasta llegar al Bierer Hof, y desde allí volvía. Durante el recorrido no dejaba de ver en ningún momento la llanura que tanto le gustaba. Era un camino llano y lo cubría en una hora, que era el tiempo que el médico le había aconsejado que caminase a diario.

La lluvia de los últimos días había cesado por la noche; el cielo estaba azul y el aire era fresco. El día sería caluroso. Oyó los ruidos del bosque: el viento entre los árboles, el pájaro carpintero y el cuco, el crujido de ramas y el rumor de hojas. Buscó con la mirada la presencia de corzos y liebres, que eran numerosos en la zona y nada tímidos. Le habría gustado poder disfrutar de los olores del bosque; cuando aún estaba húmedo por la lluvia y le daba el sol era cuando exhalaba el mejor olor. Pero desde hacía algunos años no podía oler. Había perdido el olfato un buen día, igual que había perdido el cariño por sus hijos. El médico le había dicho que había sido un virus.

Con la pérdida del olfato se había producido también la pérdida del gusto. Pero a la comida nunca le había dado demasiada importancia y no poder saborear los alimentos no era tan malo. Lo peor era no poder percibir los olores de la naturaleza, no sólo los del bosque sino tampoco el de los frutales en flor, el de las flores del balcón y del florero o el del polvo seco y caliente de las calles cuando le caen las primeras gotas de lluvia.

Además, el hecho de no poder oler le parecía una ignominia. Poder oler es algo natural. Como ver, oír, correr, leer, escribir y hacer cuentas. Siempre le había funcionado y, de pronto, había dejado de hacerlo y no por factores externos sino porque su maquinaria había fallado. A eso se unió el miedo a oler mal. Recordó las visitas a su madre en la residencia de ancianos. «Ya no tienen olfato», le había explicado su madre, cuando le hizo una observación acerca del olor que despedían algunos viejos. ¿Apestaría ella ahora así? Se consideraba una persona extremadamente limpia y usaba un agua de colonia que les gustaba a sus nietas. «¡Qué bien hueles, abuela!». Pero nunca se sabe, y si se echa uno demasiada, también se acaba apestando a agua de colonia.

Aparte de su médico, nadie más sabía que no podía oler ni saborear las cosas. Alababa la comida cuando sus hijos la sacaban por ahí y olía los ramos de flores que le llevaban. Cuando les enseñaba las flores del balcón, les decía: «¡Huélelas! Huelen de maravilla».

Así tendría que hacer con la pérdida del cariño. Tan natural como ver, oír, oler, correr, leer, escribir y hacer cuentas es querer a los hijos y a los nietos. Negarse a llamar por teléfono como había hecho el día anterior no; no se permitiría que volviese a suceder. Celebraría el cumpleaños con normalidad y las visitas continuarían con igual frecuencia. De nuevo le vino un recuerdo: cuando era pequeña le preguntó una vez a su madre, que se había casado con un viudo con dos hijos y una familia política compuesta de suegros, cuñadas y cuñados, personas difíciles y exigentes, si quería realmente a todos aquellos parientes de la primera mujer, de quienes tenía que ocuparse.

La madre se rió.

—Sí, cariño.

—Pero…

—El afecto no es cosa del sentimiento, sino de la voluntad.

Durante muchos años había podido, pero ahora ya no. Si uno lo pretende de verdad, una obligación puede llegar a convertirse en afición y una responsabilidad en cariño. Pero ella ya no era responsable de sus hijos ni tenía ninguna obligación respecto a sus nietos. No había nada que pudiera convertir en cariño. Pero tampoco había ningún motivo para ofender a sus hijos, que le habían salido tan bien, ni para desconcertar a las demás señoras de la residencia y ponerse en evidencia ella misma.

Había empezado su paseo animada. El vacío que se había creado tras perder el cariño a sus hijos la había asustado, pero también le había producido alivio. Estaba animada, como uno puede estar animado cuando le sube la fiebre o tras un largo ayuno; es un estado que hay que evitar pero que resulta agradable. Cuando se sentó en el banco del Bierer Hof, se dio cuenta de lo cansada que se sentía y de que había vuelto a la realidad.

¿Debía celebrar su cumpleaños allí, en el Bierer Hof? Cuando todavía estaba casada, alguna vez había ido hasta allí con su marido en el coche a tomar un café. Eran horas en las que él se liberaba del trabajo y ella de los niños para poder hablar de aquellas cosas para las que la vida diaria no dejaba espacio. Hasta que un día él la llevó allí para confesarle que desde hacía dos años estaba liado con su ayudante.

Desde entonces, al edificio le habían añadido un ala, lo habían reformado y estaba más bonito. El patio, tristón entonces, estaba ahora espléndido, y desde luego la sala ya no le recordaría aquélla en la que su marido, sentado frente a ella, se mostraba vacilante intentando que le compadeciera por tener un corazón tan grande que era capaz de amar a dos mujeres. El recuerdo que durante tanto tiempo la había hecho sufrir ya no le hacía daño, pero tampoco sentía esa compasión que su marido había intentado provocar en ella, sino una triste indiferencia por aquel ser que, habiendo tenido una vida fácil, pretendía que la tenía difícil y que se veía obligado a enfrentarse a muchas dificultades. Le habría gustado ahorrarse los últimos años de matrimonio, pero él había insistido en que debían seguir juntos hasta que el más pequeño de los hijos acabase el colegio. El último año hasta rompió su relación con su ayudante. Pero, al no sentirse recompensado por parte de su mujer por tanto sacrificio, se lió con la nueva ayudante.

Se levantó y emprendió el regreso. Sí, la vida continuaría como si nada hubiera sucedido. Si pudiera dejar de vivir para los demás y empezar por fin a vivir su vida… Pero para eso no sólo era demasiado vieja, sino que tampoco tenía ni idea de en qué consistía eso de vivir su vida. ¿Hacer por fin lo que le apetecía? El único disfrute que había aprendido a permitirse era enfrentarse a sus responsabilidades con cariño y cumplir con su deber. También disfrutaba con la naturaleza, pero ya no podía olerla.

Mentiras de verano
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