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Me puso una mano sobre el brazo.
—Tiene usted mucha paciencia. ¿No le apetecería un vino tinto? He visto que antes ha tomado un Burdeos, pero el Pinot Noir de Russian River Valley es mejor —me dijo, y sin esperar mi respuesta llamó a la azafata y la convenció para que nos dejara la botella. Su voz tenía un tono animado, como si el recuerdo y el relato le estimularan—. Una mañana no pudieron ir a buscarnos y decidimos tomar un taxi. Cuando íbamos a subir, se dirigieron a nosotros dos caballeros que habían estado desayunando dos mesas más allá de la nuestra y con los que habíamos intercambiado los periódicos. Nos preguntaron si queríamos que nos acercaran al centro. Subimos a su coche. Mi novia se sentó delante y yo detrás. El coche arrancó, y cuando llegamos a un semáforo en rojo, el conductor me pidió que le echara una carta en el buzón. Se preguntará usted por qué me lo pidió a mí y no al otro caballero, o por qué no se bajó él mismo. El otro cojeaba, yo me había dado cuenta nada más verlo, y el conductor estaba a la izquierda y el buzón quedaba a la derecha. Abriendo simplemente la ventanilla, yo casi habría podido llegar para echar la carta, pero me bajé, el semáforo se puso en verde y el coche arrancó. Como había mucho tráfico, pensé que el conductor no quería estorbar, que daría la vuelta a la manzana y que volvería enseguida a buscarme.
Se quedó callado. Apagó la luz que desde el techo iluminaba su asiento y el mío. ¿No querría que viera su dolor? No le dije nada, sólo le agarré la mano y se la oprimí un instante.
—Pues sí: no volvió. Yo esperé y, pasada media hora, llamé al agregado. Él llamó al ministro y éste mandó de inmediato a la policía para que acordonara la calle, dio orden de que se reforzaran los controles en el aeropuerto y de que se diera la alarma a los guardacostas. A mí me llevaron a la Jefatura Superior de Policía y me enseñaron cientos de fotografías. No reconocí a ninguno de los dos. El embajador alemán y su mujer fueron a buscarme y me llevaron a su residencia particular. No querían dejarme solo en semejante situación. Todo el mundo se portó muy bien, estuvieron atentos y se ocuparon de mí.
»La primera noche no conseguí dormir. Pero con el nuevo día se cobran nuevos ánimos, y me levanté muy esperanzado. También los días siguientes me levanté muy esperanzado. Hasta que hube de reconocer que las cosas pintaban mal. El embajador me contó lo que sabía sobre el tráfico de mujeres europeas en Oriente Próximo. Cuando volví a Alemania, leí cuanto pude encontrar sobre el asunto. Antes había lo que podríamos llamar puntos de intercambio, en los que se vendía a las mujeres secuestradas y donde se podía intentar recomprar a la propia. Hoy en día se graban vídeos clandestinos de las mujeres; quienes están interesados los ven por Internet y hacen sus ofertas y encargos a través de la red. Y es entonces cuando se procede al secuestro. Cuando el marido, el novio o la policía se percatan, ya se han borrado todas las pistas.
»Querrá usted saber qué ocurre con esas mujeres. Estamos hablando de mujeres fabulosas y de precios fabulosos. Si las mujeres colaboran, les va bien; si no colaboran, tras cambiar unas cuantas veces de manos acaban en algún burdel de Mombasa.
Yo intenté ponerme en su lugar. ¿Cómo se llora a la mujer amada cuando lo único bueno que cabe esperar es que se halle bien en los brazos de otro, y cuando uno sabe que sólo la podrá recuperar cuando ningún marinero borracho de Mombasa quiera acostarse con ella? ¿Cuánto tiempo se la llora? ¿Cuánto tiempo se la espera?