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Hacía trece días que había llegado allí. La temporada alta había terminado y con ella, el buen tiempo. Llovía y se pasó la tarde con un libro en la terraza de su bed & breakfast. Al día siguiente, cuando, resignado al mal tiempo, paseaba bajo la lluvia por la playa en dirección al faro, se cruzó con aquella mujer, primero en el camino de ida y, después, en el de vuelta. Se sonrieron con curiosidad la primera vez y con algo más de confianza la segunda. Eran los únicos paseantes que se veían por allí, unos compañeros de alegrías y pesares que, aunque hubieran preferido gozar de un cielo claro y azul, disfrutaban de la suave lluvia.

Por la noche volvió a verla en la gran terraza del popular restaurante especializado en pescado, ya preparada para el otoño con cubierta y ventanas de plástico. Estaba sentada, con un vaso aún intacto y leyendo un libro. ¿Querría eso decir que aún no había cenado y que tampoco esperaba a su novio o marido? Se quedó indeciso en la puerta hasta que ella levantó la vista y le sonrió amablemente. Entonces se decidió, fue hasta su mesa y le preguntó si podía sentarse.

—Por supuesto —dijo ella, dejando a un lado el libro.

Se sentó y, como ella ya había estudiado la carta, le aconsejó qué pedir. Se decidió por el bacalao, que también ella había elegido. Luego, ninguno de los dos supo cómo iniciar la conversación. El libro no servía de ayuda: estaba colocado de tal modo que no veía el título. Por fin, él dijo:

—Unas vacaciones tardías en el Cape no están tan mal.

—¿Por el buen tiempo que hace? —dijo ella sonriendo.

¿Se estaría riendo de él? La contempló: no era guapa de cara, tenía los ojos demasiado pequeños y el mentón demasiado fuerte, pero su expresión no era burlona sino alegre y, quizá, un poquito insegura.

—Porque tienes toda la playa para ti, porque encuentras mesa en restaurantes en los que, en plena temporada, no la encontrarías y porque con pocas personas se está menos solo que con muchas.

—¿Viene usted siempre al final de la temporada?

—Es la primera vez que vengo. En realidad tendría que estar trabajando, pero este dedo no acaba de curarse y los ejercicios puedo hacerlos aquí igual que en Nueva York —dijo moviendo el dedo meñique de la mano izquierda, encogiéndolo y estirándolo.

Ella miró el meñique sorprendida.

—¿Para qué lo ejercita?

—Para tocar la flauta. Toco en una orquesta. ¿Y usted?

—Aprendí piano, pero lo toco muy de tarde en tarde —dijo ella ruborizándose—. Ay, pero no se refería usted a eso. De niña venía a menudo con mis padres y, a veces, tengo nostalgia. Cuando se termina la temporada es cuando el Cape tiene ese encanto que usted ha descrito. Todo está más vacío, más tranquilo… Y eso me gusta.

Él no le dijo que no podía permitirse disfrutar de sus vacaciones en plena temporada y supuso que a ella le ocurría lo mismo. Llevaba deportivas, vaqueros y una sudadera, y sobre el respaldo de la silla tenía una chaqueta impermeable desteñida. Cuando estudiaron juntos la carta de vinos, ella sugirió una botella de un Sauvignon blanco barato. Le habló de Los Ángeles, de su trabajo en una fundación que organizaba actividades teatrales con niños del gueto, de la vida sin inviernos, de la fuerza del océano Pacífico y de la intensidad del tráfico. Él le habló de la caída ocasionada por un cable mal colocado, a consecuencia de la cual se había roto el dedo, de la fractura de un brazo al saltar desde una ventana cuando tenía nueve años y de la fractura de una pierna cuando esquiaba, a los trece. Al principio estaban solos en la terraza; luego llegaron varios clientes más y, después, volvieron a quedarse solos frente a la segunda botella de vino. Cuando miraron por la ventana, el mar y la playa se hallaban en total oscuridad. La lluvia tamborileaba sobre el tejado.

—¿Qué planes tiene para mañana?

—Ya sé que en el bed & breakfast está incluido el desayuno, pero ¿qué le parecería venir a desayunar a mi casa?

La acompañó a su casa. Bajo el paraguas ella se agarró de su brazo. No se dijeron nada. La casita estaba en la misma calle que su alojamiento, a unos dos kilómetros. Al llegar ante la puerta, la luz se encendió automáticamente y de pronto se vieron iluminados por una luz demasiado potente. Ella lo abrazó levemente y le dio un beso en el aire. Antes de que cerrara la puerta, él dijo:

—Me llamo Richard. ¿Cómo…?

—Yo, Susan.

Mentiras de verano
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