10
Y, de pronto, llegó el último día. El vuelo de Susan salía a las cuatro y media y el de Richard a las cinco y media. Desayunaron con calma, en la terraza por primera vez. El sol calentaba tanto como si la lluvia y el frío hubieran sido sólo una infección pasajera de la que el verano ya se había restablecido. Después se fueron a caminar por la playa.
—Son sólo unas semanas.
—Ya lo sé.
—¿Organizas mañana una reunión con el arquitecto?
—Sí.
—¿Y recordarás lo del colchón?
—No me olvidaré de nada: compraré el colchón, unos muebles para salir del paso y platos y cubiertos de plástico. En cuanto tenga tiempo iré al guardamuebles a ver qué cosas de tus padres me gustan y luego lo dispondremos todo juntos, pieza por pieza. Te quiero.
—Aquí nos encontramos por primera vez.
—Sí, en el camino de ida; y allí, en el de vuelta.
Recordaron cómo se habían cruzado y las escasas probabilidades de volver a cruzarse, ya que él iba en una dirección y ella en otra; cómo podrían no haberse hablado por la noche en el restaurante, si ella no le hubiera sonreído, o si él no la hubiera estado mirando; cómo le había encontrado ella a él o él a ella.
—¿Quieres que preparemos el equipaje y después nos sentemos en el cuarto de la esquina, con las ventanas corridas? Aún disponemos de un par de horas.
—No tienes que meter en la maleta todas tus cosas. Deja todo lo de verano y lo de playa aquí hasta el año que viene.
Richard asintió. A pesar de que Linda y John le habían devuelto parte del dinero que había pagado por adelantado, había sobrepasado con mucho el límite de su tarjeta de crédito. Pero la idea de tener que comprar cosas nuevas en Nueva York, endeudándose aún más, ya no le aterrorizaba. Así son las cosas cuando uno ama a alguien por encima de sus posibilidades. Ya encontraría alguna solución.
Con las maletas preparadas junto a la puerta, la casa ofrecía un aspecto raro. Subieron la escalera, como tantas otras veces, pero lo hicieron despacio y hablando en voz baja.
Corrieron los ventanales y escucharon el susurro del mar y los gritos de las gaviotas. El sol seguía brillando, pero Richard fue al dormitorio a buscar la manta y la extendió sobre la tumbona doble.
—¡Ven!
Se quitaron la ropa y se deslizaron bajo la manta.
—¿Cómo voy a dormir sin ti?
—¿Y yo sin ti?
—¿De verdad no puedes venir conmigo a Los Ángeles?
—Tengo una prueba. ¿No puedes venir tú conmigo a Nueva York?
Ella se echó a reír.
—¿Quieres que compre la orquesta y así no tienes que hacer la prueba?
—Una orquesta no se compra con tanta rapidez.
—¿Llamo por teléfono?
—¡Quédate aquí!
Temían la despedida y, al mismo tiempo, su proximidad los sumía en una singular levedad. Ya no tenían una vida en común, pero todavía no estaban instalados cada uno en la suya. Estaban en tierra de nadie. Y así hicieron el amor: con timidez al principio, porque volvían a resultarse extraños, y con más alegría después. Como siempre, ella lo estuvo mirando entregada y absorta.
Fueron al aeropuerto en el coche de Susan. Clark iría más tarde a recogerlo y llevarlo a casa. Volvieron a repetirse dónde y cuándo estarían para poder hablarse por teléfono, como si los dos carecieran de móvil con el que poder comunicarse a cualquier hora y en cualquier sitio. Se contaron uno a otro lo que harían durante todos los días y semanas que iban a dejar de verse y, de vez en cuando, jugaron con la idea de cómo harían esto y lo otro cuando, en el futuro, estuvieran juntos. Cuanto más se acercaban al aeropuerto, más sentía Richard la necesidad de decirle a Susan algo que la acompañara tras la despedida. Pero no se le ocurría nada. «Te quiero», decía una y otra vez. «Te quiero».