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Le habría gustado que se desatara una tormenta de verano, pero el cielo estaba azul y en la calle estrecha hacía mucho calor. Cuando ya se había subido al coche, vio que un Mercedes se detenía frente al restaurante y de él se bajaba una pareja de personas mayores. Renée salió por la puerta, los saludó y les ayudó a meter la compra.
Arrancó despacio para seguir viéndola por el espejo retrovisor. Y de pronto sintió una intensa nostalgia de una vida totalmente distinta, una vida de inviernos en una ciudad costera y veranos en la montaña, una vida con un ritmo constante y seguro, haciendo siempre los mismos trayectos, durmiendo en la misma cama y encontrándose con la misma gente.
Quiso caminar por donde lo había hecho por la mañana, pero no encontró el sitio. Se paró en otro punto, se bajó del coche, pero no se decidió a andar sino que se sentó en un talud, cortó un tallo de hierba, se lo puso entre los dientes y apoyó los codos sobre las rodillas. Volvió a mirar la llanura más allá de algunas pendientes y montañas más bajas. Su añoranza no giraba en torno a Renée ni a Anne. No la sentía por una mujer en concreto, sino por el ritmo constante y seguro de la vida en general.
Soñaba con mandarlas a paseo a todas: a Renée, que de todos modos no quería nada con él; a Therese, que sólo quería de él lo fácil, y a Anne, que quería ser conquistada pero no conquistar. Pero entonces ya no tendría a nadie.
Por la noche le diría a Anne lo que quería oír. ¿Por qué no? Sí, claro, luego ella sacaría a relucir una y otra vez lo que le dijera, pero ¿qué más daba? ¿En qué le iba a afectar eso? ¿En qué le iba a afectar ninguna de aquellas cosas? Se sentía invulnerable, imperturbable, y se echó a reír. Debía de ser el champán.
Aún era pronto para ir a Cucuron y reunirse con Anne. Se quedó allí sentado mirando la llanura. De vez en cuando pasaba un coche, de vez en cuando oía una bocina, de vez en cuando veía brillar algo en la llanura: el sol que daba en la ventana de alguna casa o en el cristal de un coche.
Se puso a fantasear con el verano en aquel pueblo en mitad de las montañas. Renée o Chantal o Marie, o comoquiera que se llamase, y él subirían en mayo y abrirían el restaurante, pero no a mediodía, sólo por las noches, con dos o tres platos nada más en la carta, comida sencilla de pueblo y vinos de la región. Irían algunos turistas, algunos artistas extranjeros que hubiesen comprado y restaurado casas viejas, y algunos residentes en la zona. Por la mañana temprano él iría al mercado a hacer la compra; por la tarde, a primera hora, harían el amor, y más tarde se irían juntos a la cocina a preparar la cena. Los lunes y los martes serían días de descanso. En octubre cerrarían, atrancarían puertas y ventanas y se irían a la ciudad. Y en la ciudad… No se le ocurría qué hacer en la ciudad. ¿Tener una librería o una tienda de objetos artísticos? ¿Una papelería o una tienda de objetos de fumador? ¿Una tienda sólo en invierno? ¿Cómo funcionaría eso? Pero ¿le apetecía tener una tienda? ¿Y llevar un restaurante? Todo aquello no eran más que quimeras. Hacer el amor a primera hora de la tarde, eso sí, y daba igual si lo hacía en una ciudad junto al mar o junto a un río o en un pueblo en las montañas o en la llanura.
Miró la llanura y mordisqueó el tallo de hierba.