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Al final de la película se le llenaron de lágrimas los ojos. Y eso que no tenía un happy end; no acababa con la promesa de un futuro feliz, sólo con una vaga esperanza. Los dos, hechos el uno para el otro, no se encontraban, pero quizá volvieran a hacerlo algún día. Ella había perdido su negocio, pero se arriesgaría a comenzar de nuevo.
Había perdido su negocio porque su hermana le había quitado el dinero. Pero podía volver a empezar, porque su padre, un viejo gruñón que algunas veces cuidaba a su hijo, más mal que bien, y que en general le llenaba la cabeza de ideas insensatas, había vendido inesperadamente su casa y le había regalado la furgoneta que necesitaba. Después, padre e hija se quedaban en la calle contemplando la furgoneta, ella con la cabeza apoyada en su hombro, y él rodeándola con su brazo. Su negocio consistía en limpiar los escenarios de un crimen, y en la última escena padre e hija se ponían a trabajar juntos, con sus monos azules, sus mascarillas blancas y esa familiaridad que no necesita palabras.
Que los ojos se le llenaran de lágrimas si la película tenía un happy end era algo que le ocurría cada vez más a menudo. Se le encogía el corazón, se le humedecían los ojos y, antes de hablar, tenía que carraspear un poco. Pero no se le saltaban las lágrimas. Y eso que le habría gustado llorar no sólo en el cine, con los finales felices, sino también cuando le embargaba la tristeza por el fracaso de su matrimonio o cuando la muerte de su mejor amigo o, simplemente, por la pérdida de las ilusiones y los sueños de la vida. De niño lloraba en sueños, pero ahora ya no podía.
Ya hacía muchos años de la última vez que habría podido llorar a lágrima viva. Fue cuando tuvo con su padre la típica discusión política que por entonces era tan frecuente entre generaciones y en la que los padres veían amenazado todo aquello por lo que habían vivido y los hijos encontraban que todo lo que querían hacer de otro modo o de una manera mejor estaba prohibido. Él comprendía y respetaba el dolor de su padre por la pérdida de ese mundo amado y familiar y sólo pretendía que su padre comprendiese y respetase del mismo modo su deseo de un mundo nuevo. Pero su padre le tachó de desconsiderado, inexperto, insolente, irrespetuoso e irresponsable, hasta que le entraron ganas de llorar. No quería brindarle aquel triunfo a su padre, así que se tragó las lágrimas y, aunque no podía hablar, se encaró con él.
¿Habría vendido su padre la casa y le habría comprado una furgoneta si la hubiese necesitado? ¿Le habría ayudado a limpiar el escenario de un crimen con un mono azul y una mascarilla blanca? No lo sabía. En su caso no se habría tratado de furgonetas, monos de trabajo ni mascarillas. ¿Le habría apoyado su padre si hubiera perdido su puesto de trabajo a causa de su compromiso político? ¿Le habría ayudado a empezar una profesión distinta o a establecerse en otro país? ¿O habría considerado que le estaba bien empleado y que no se merecía ninguna ayuda?
Incluso en el caso de que su padre le hubiera ayudado, jamás habría sido con esa intimidad que no requiere palabras y que en la película se establecía entre padre e hija. Era un happy end pequeño en medio del vago final de la película. Era un pequeño milagro, ante el que uno podía permitirse llorar.