4

Pasaron junto a la casa grande, un edificio con columnas altas y contraventanas cerradas que, también de cerca, resultaba misterioso. Subieron los amplios escalones hasta la terraza que había entre las columnas, rodearon la casa y se encontraron con la escalera que llevaba a la galería cubierta de la planta siguiente. La mirada, empañada por la niebla, llegaba desde allí hasta el mar grisáceo que se hallaba tras las dunas y la playa.

—Está muy tranquilo —susurró ella.

¿Lo veía a aquella distancia? ¿Lo oía? Había dejado de llover y, en medio de aquella profunda calma, a él también le apetecía sólo susurrar.

—¿Dónde están las gaviotas?

—Mar adentro. Cuando deja de llover, los gusanos salen de la tierra y los peces se acercan a la superficie.

—No me lo creo.

Ella se rió.

—¿No íbamos a nadar? —preguntó, y echó a correr tan deprisa y tan segura de cuál era el camino que él, cargado con la bolsa, no pudo seguir su ritmo. En la zona de las dunas la perdió de vista, y cuando llegó a la playa, ella ya estaba quitándose el segundo calcetín y echaba a correr hacia el agua. Cuando él se metió por fin, ella se había adentrado bastante.

El mar estaba, en efecto, muy tranquilo y le pareció frío sólo hasta que se puso a nadar. Luego le acarició el cuerpo desnudo. Nadó mar adentro hasta bastante lejos y se dejó mecer de espaldas. Susan nadaba crol más lejos aún. Cuando empezó a llover otra vez, disfrutó de las gotas que le caían en la cara.

La lluvia se hizo más densa y dejó de ver a Susan. La llamó. Nadó en dirección adonde creía haberla visto por última vez y volvió a llamarla. Cuando se percató de que apenas veía la orilla, se dio la vuelta. No era un nadador rápido; se esforzaba, pero avanzaba despacio y aquella lentitud acrecentó su miedo transformándolo en pánico. ¿Cuánto tiempo aguantaría Susan? ¿Tenía el móvil en el bolsillo del pantalón? ¿Habría cobertura en la playa? ¿Dónde estaría la casa más cercana? No resistía el esfuerzo, avanzaba cada vez con mayor lentitud y un pánico creciente.

Luego, vio una figura pálida que salía del agua y se quedaba de pie en la playa. La rabia le dio fuerzas. ¡Cómo podía haber sido presa de tal miedo! Cuando ella le hizo señas con la mano, no contestó.

Al llegar, furioso, a su lado, ella le sonrió.

—¿Qué pasa?

—¿Que qué pasa? He pasado un miedo atroz cuando te he perdido de vista. ¿Por qué no has pasado cerca de mí al volver?

—No te he visto.

—¿Que no me has visto?

Ella se sonrojó.

—Soy bastante corta de vista.

De pronto, su enfado le pareció ridículo. Estaban uno frente a otro, desnudos, mojados, con el agua corriéndoles por las mejillas; ambos con la piel de gallina, temblando y calentándose el pecho con los brazos. Ella le miraba con aquella mirada vulnerable, escrutadora, que —ahora lo sabía— no revelaba inseguridad, sino únicamente miopía. Vio las venas azuladas que se transparentaban a través de su piel blanca y fina; el vello del pubis, rubio rojizo, aunque el pelo de la cabeza era rubio claro; su vientre plano y sus caderas estrechas, sus brazos y piernas fuertes. Se avergonzó de su propio cuerpo y metió la tripa.

—Siento haber sido grosero.

—No te preocupes, ha sido el miedo —dijo ella, volviendo a sonreírle.

Se sentía abochornado. Se volvió, señaló con la cabeza la zona de las dunas en la que estaban sus cosas, gritó «¡Vamos!», y echó a correr. Ella era más rápida y podría haberle adelantado sin esfuerzo, pero fue corriendo a su lado, lo que le recordó su niñez y el placer de correr junto con sus hermanas o sus amigos hacia un objetivo común. Vio sus pechos pequeños, que había estado protegiendo con los brazos mientras estaban en la playa, y su culito.

Mentiras de verano
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