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Cuando bajaron, los demás ya casi estaban acabando de desayunar. Ariane miró a sus abuelos como si supiera por qué bajaban tan tarde. ¿Ariane, con sus doce años? Tanto él como su mujer se ruborizaron. Pero a continuación, como queriendo demostrar que sí que había habido algo entre ellos, su mujer le dio un beso.
Hacia mediodía fue a recoger a su viejo amigo a la estación. El tren llegó y se detuvo, y ya fuera porque el vagón quedaba demasiado alto para el andén o el andén demasiado bajo para el vagón, su amigo tuvo que dar un saltito. Lo hizo con una sonrisa de resignación. Como si no le quedara otro remedio que caerse y, en vez de una breve estancia en casa de un viejo amigo, tuviera ante sí una larga permanencia en un hospital provincial.
Resignado, como si el juego fuera a acabar antes de haber empezado y, a la vez, con ese encanto de que las cosas son así y no pasa nada. Él siempre había sido así. Así había sido de estudiante, un joven sin grandes empeños ni ambiciones, pero simpático con todos y querido por todos, también por los que tenían que examinarlo y, después, por los que tuvieron que contratarlo. Acabó siendo un abogado de éxito, gracias a su buen hacer profesional y también a lo bien que se llevaba con clientes, oponentes y jueces. Fascinaba a todo el mundo, también a las mujeres y a los hijos de sus amigos; todos le querían a pesar de que entre sus amigos hubiera alguno casado con alguna mujer que lo hubiera querido para sí, dejando al viejo amigo al margen.
A su hijo Helmut le caía especialmente bien. Cuando era niño, su padre y el amigo de su padre se lo llevaban a veces de vacaciones, vacaciones de hombres. En invierno iban a esquiar, y cuando ya no podía o no quería seguir, el amigo de su padre, que bajaba las pistas en vaqueros y abrigo, lo ponía sobre sus esquíes. Para el niño era el hombre del abrigo oscuro al viento, el que le bajaba al valle con toda rapidez y lo depositaba allí sano y salvo, un héroe como Batman. Más adelante, fue quien le aconsejó en sus estudios y a la hora de elegir profesión. Sin él, Helmut no se habría decidido a ser abogado. Aquel día le habría gustado acompañar a su padre a la estación, pero el camino desde la estación a la casa y desde la casa a la estación la noche siguiente eran la única oportunidad que iban a tener los dos amigos de estar solos.
Durante el trayecto hablaron de la jubilación, de la familia y del verano. Luego el amigo le preguntó:
—¿Cómo va el cáncer?
—Vamos a parar ahí arriba —dijo él, señalando la montaña a la que conducía la carretera—, y a andar un poco.
Se había preguntado repetidamente si debía contarle a su amigo sus intenciones. Nunca habían tenido secretos entre sí y habían comentado lo del cáncer tranquilamente, ya que ambos compartían la enfermedad. A los dos les habían diagnosticado cáncer hacía años, en distintos órganos y en diferente estadios, pero seguidos en ambos casos de operación, radioterapia y quimioterapia. Pero ¿cómo se enfrentaría el amigo a su familia, si supiera sus intenciones?
Llegaron a lo alto. A la derecha empezaba el bosque y a la izquierda se veían el lago, las montañas y los Alpes a lo lejos. Hacía calor, ese calor blando y pesado del verano.
—Es cuestión de tiempo que los huesos ya no resistan, que se desmigajen y se rompan hasta que el dolor se haga insoportable. A veces siento los preliminares, pero de momento la cosa marcha. ¿Y cómo va tu cáncer?
—Sin novedad desde hace cuatro años. El mes pasado tenía revisión, pero por primera vez no fui —dijo, levantando los brazos con un gesto de fatalidad y dejándolos caer luego—. ¿Qué piensas hacer cuando los dolores se hagan insoportables?
—¿Qué harías tú?
Siguieron andando un trecho antes de que el amigo contestara. Luego, se rió y dijo:
—Disfrutar del verano todo lo posible. ¿Qué otra cosa puede hacerse?