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A la mañana siguiente se despertó temprano. Se quedó en la cama preguntándose si su padre habría esquivado la pregunta o si no tenía más que decir de su primera mujer de lo que había dicho. ¿Habría mezclado afectiva y mentalmente a las dos mujeres porque no podía soportar la tensión de recordar, echar de menos y olvidar?
No eran preguntas que pudiera plantear a su padre durante el desayuno. Estaban sentados en la terraza con vistas al mar. El padre le dio recuerdos de la madre, con la que acababa de hablar por teléfono, abrió el huevo cocido, puso jamón en una mitad del panecillo y queso en la otra, y empezó a comer en silencio y concentrado. Cuando acabó, se puso a leer el periódico.
¿De qué hablarían madre y él por teléfono? ¿Se intercambiarían sólo la información de cómo habían dormido y cómo estaba el tiempo aquí y allí? ¿Por qué se refería a ella como «mamá» si ninguno de los hijos la llamaba así? ¿Le interesaba el periódico o sólo se escondía tras él? ¿Se sentiría cohibido por viajar con su hijo?
—Probablemente te parecerá bien que el gobierno…
Sonaba como si su padre quisiera iniciar una de sus habituales disputas políticas, pero no le dejó continuar.
—Hace días que no leo el periódico. La semana que viene volveré a hacerlo. ¿Quieres que vayamos a la playa?
El padre dijo que quería acabar de leer el periódico, pero no intentó arrastrarle a una discusión. Al cabo de un rato, lo dobló y lo dejó sobre la mesa.
—¿Vamos?
Fueron a la playa. El padre, con traje, corbata y zapatos negros; él, con vaqueros, camisa y las deportivas atadas por los cordones y colgadas al hombro.
—Durante el viaje me hablaste de tus estudios. Y ¿qué hiciste luego? ¿Por qué no tuviste que ir a la guerra? ¿Cuál fue la razón para que perdieras tu puesto de juez? ¿Te gustaba ser abogado?
—¡Cuatro preguntas a la vez! Entonces ya padecía las arritmias que sigo teniendo. Eso es lo que me libró de ir a la guerra. El puesto de juez lo perdí por asesorar jurídicamente a la Iglesia de la Confesión. Eso irritó al presidente del Tribunal Federal y a la Gestapo, así que me hice abogado y seguí asesorando a la Iglesia. Mis compañeros de bufete me dejaban hacer, apenas llevé ninguno de esos típicos asuntos de contratos, sociedades, hipotecas y testamentarías, y a los tribunales iba rara vez.
—Leí en el Tageblatt el artículo que escribiste en 1945, en el que decías que había que dejar a un lado el odio a los nazis, los ajustes de cuentas y las represalias; que había que superar todos juntos aquellas circunstancias difíciles, reconstruir entre todos las ciudades y los pueblos destruidos, acercar a los refugiados… ¿A qué venía tanta condescendencia? Los nazis habían ocasionado daños peores, ya lo sé, pero en cualquier caso a ti te habían quitado tu puesto.
Avanzaban despacio por la arena. Su padre no parecía tener intención de quitarse los zapatos ni los calcetines ni de remangarse los pantalones, sino que continuaba avanzando paso a paso con dificultad. A él le daba lo mismo no llegar al Cabo Arkona, que estaba al final de aquella playa larga, de arena blanca, pero —estaba seguro— no ocurría lo mismo con su padre, que se fijaba objetivos, hacía planes y durante el desayuno había estado documentándose sobre el cabo. En tres horas tenían que estar de vuelta en el hotel.
De nuevo estaba a punto de renunciar a una respuesta, cuando su padre dijo:
—No puedes ni imaginarte cómo es la vida cuando todo se descoloca. En ese caso, lo más importante es restablecer el orden.
—El presidente del Tribunal Regional…
—… me saludó amablemente en 1945 como si yo acabara de volver de unas largas vacaciones. No era un mal juez ni tampoco un mal presidente. Estaba descolocado, como todos, y se alegraba, como todos, de que aquello hubiera terminado.
Vio las gotas de sudor que cubrían la frente y las sienes de su padre.
—¿Y a ti te descolocaría caminar descalzo y quitarte la chaqueta y la corbata?
—No —contestó su padre riendo—. Quizá lo intente mañana. Hoy me gustaría sentarme en la orilla y contemplar las olas. ¿Qué te parece aquí? —No dijo si es que no podía o no quería seguir andando. Se subió las perneras del pantalón para que no le tirasen en las rodillas, se sentó en la arena con las piernas cruzadas, se puso a mirar el mar y ya no habló más.
Él se sentó a su lado. Liberado de la sensación de tener que hablar entre ellos, disfrutó del mar en calma y las nubes blancas, de la alternancia de sol y sombra, del aire salado y de la brisa. No hacía demasiado calor ni demasiado fresco. Era un día perfecto.
—¿Y cómo es que has leído mi artículo de 1945? —Era la primera pregunta que le hacía su padre desde que habían salido, y no pudo descubrir si encerraba desconfianza o simple curiosidad.
—Le hice un favor a un compañero del Tageblatt y me mandó una copia de tu artículo. Supongo que miraría en el archivo a ver si encontraba algo que pudiera interesarme.
Su padre asintió.
—¿Sentiste miedo cuando asesorabas a la Iglesia de la Confesión?
Su padre abandonó la postura que tenía, estiró las piernas y se apoyó en los codos. Parecía una postura un tanto incómoda y debía de serlo, porque poco después volvió a incorporarse y a cruzar las piernas.
—Durante mucho tiempo quise escribir sobre el miedo, pero desde que estoy jubilado y dispongo de tiempo, no me he decidido a hacerlo.