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Por supuesto que los dos querían a Rita, pero Kate podría haberse imaginado una vida sin hijos; él no. Cuando se quedó embarazada, siguió actuando como si no pasase nada. Era él quien insistía en que fuera al médico y a las clases de preparación al parto. Él quien colgaba las ecografías en el tablón de corcho. Él quien acariciaba la barriga, quien hablaba con ella, le leía cuentos o le ponía música, tolerado todo por una divertida Kate.

Kate amaba de un modo práctico. Su padre, profesor de historia en Harvard, y su madre, pianista casi siempre de gira, habían educado a sus cuatro hijos con la eficacia con que se dirige una empresa. Tuvieron una buena niñera, fueron a buenos colegios, recibieron buenas clases particulares de lengua y de música, y sus padres los apoyaron en todo lo que se les metió en la cabeza. Comenzaron sus vidas con el convencimiento de que lograrían alcanzar lo que quisieran, de que sus maridos o sus mujeres funcionarían en su profesión, en casa y en la cama, y de que sus hijos se adaptarían con la misma naturalidad con que ellos lo habían hecho. El amor era el aceite que engrasaba aquella maquinaria familiar.

Para él, amor y familia eran la realización de un sueño que había empezado a tener cuando el matrimonio de sus padres —funcionario el padre y conductora de autobús la madre— entró en un torbellino de odio, gritos y violencia. También él recibió alguna vez una bofetada, pero lo aceptó como la reacción lógica a alguna estupidez cometida. Cuando sus padres empezaban a gritarse, para pasar después a los golpes, tanto para él como para sus hermanas era como si la capa de hielo sobre la que pisaban se resquebrajase bajo sus pies. Su sueño de amor y familia era, en cambio, una capa de hielo firme, una superficie sobre la que se podía caminar e, incluso, zapatear. En su sueño la unión con los suyos era tan fuerte como la que tenían él y sus hermanas cuando se desataba la tormenta.

Kate era la promesa de esa capa de hielo firme. En una cena durante la Feria del Libro de Monterrey el anfitrión los había sentado uno al lado del otro: la joven autora americana cuya primera novela acababa de ser comprada para publicarse en Alemania, y el joven autor alemán que había llegado con su primera novela a los Estados Unidos. If I can make it there, I’ll make it anywhere. Desde que vio su libro en las librerías de Nueva York, se había sentido como un genio, y, entusiasmado, le habló a su vecina de mesa de sus éxitos y de sus proyectos. Lo hizo con tanta torpeza como un cachorrito. Ella lo encontró divertido y se sintió enternecida, y a él le transmitió una sensación de seguridad. El hecho de que mujeres mayores y de mucho éxito se sintieran atraídas e interesadas por él era algo que ya había experimentado y que aborrecía. Kate parecía interesarse por él, pero no sólo era algo más joven sino que, además, aún no había alcanzado un gran éxito. La opinión de la gente parecía no importarles. Cuando, ante la sorpresa del anfitrión, él se levantó de pronto y la invitó a bailar, ella se rió y aceptó.

Aquella noche se enamoró de ella. Ella se durmió desconcertada. Cuando volvieron a encontrarse en la Fiesta del Libro de Paso Robles y Kate se lo llevó a su habitación, descubrió que no era el jovencito torpe que se había imaginado sino un hombre apasionado. Nadie la había amado así y nadie se había dormido luego tan abrazado, tan agarrado, tan pegado a ella. El suyo era un amor sin reservas y acaparador, un tipo de amor desconocido para ella hasta entonces, que la asustó y al mismo tiempo la atrajo. Cuando volvieron a Nueva York, él continuó cortejándola de un modo torpe e insistente, hasta que ella le dejó instalarse en su casa, que era suficientemente grande. Y como la vida en común les iba bien, pasados seis meses se casaron.

La convivencia fue cambiando. Al principio trabajaban en mesas contiguas, bien en casa o en la biblioteca, y aparecían en público siempre juntos. Luego salió el segundo libro de Kate y fue un bestseller. Entonces ya sólo era ella quien aparecía en público. Tras la publicación de su tercer libro, Kate empezó a viajar por todo el mundo. Y aunque a él ya no le apetecía participar en los actos oficiales, la acompañaba a menudo. Cierto es que Kate seguía presentándolo como un conocido escritor alemán, pero ya a nadie le sonaba su nombre ni su libro, y a él le fastidiaba la cortesía con que lo trataban sólo por ser su marido. También empezó a notar en ella cierto temor a que estuviera celoso de su éxito.

—No estoy celoso. Te mereces el éxito que has alcanzado y tus libros me encantan.

Los puntos de convergencia de sus vidas iban siendo más escasos.

—Así no podemos seguir —dijo él un día—, estás demasiado tiempo fuera y, cuando vuelves, estás agotada; demasiado agotada para charlar y demasiado agotada para hacer el amor.

—Yo también sufro con todo este trajín. Ya rechazo la mayoría de las cosas. ¿Qué puedo hacer? No puedo rechazarlo todo.

—¿Y cómo vamos a hacer cuando llegue el niño?

—¿Qué niño?

—He visto las dos rayas rojas que han salido en la prueba.

—Eso no quiere decir nada.

Kate no quiso creer el resultado de la primera prueba de embarazo y se hizo una segunda. Al principio de ser madre, tampoco quiso creer que tuviera que cambiar de vida y siguió viviendo como antes de dar a luz. Pero, al volver a casa por la noche y coger en brazos a Rita, la niña se revolvía y le echaba los brazos a su padre. Entonces le entraba una especie de añoranza de otro tipo de vida: una vida con su hija, su marido, escribir y nada más. Aunque, con el ajetreo del día siguiente, esa añoranza se disipaba. Pero a medida que Rita iba haciéndose mayor, la invadía cada vez con más fuerza y le causaba más temor.

Una noche, antes de dormirse, él le dijo:

—No quiero seguir viviendo así.

Y de pronto le entró pánico de pensar en perderlos a él y a Rita, y le pareció que la vida con ellos era lo más precioso que podía tener.

—Yo tampoco. Estoy harta de los viajes y las presentaciones, de las conferencias y las recepciones. Quiero estar con vosotros, escribir y nada más.

—¿Lo dices en serio?

—Si puedo escribir, no necesito nada más que estar con vosotros. Lo demás no me interesa.

Intentaron vivir de otra manera. Pasado un año, comprendieron que en Nueva York no lo conseguirían.

—La vida aquí te devora. Pero a ti te gustan los prados, los árboles y los pájaros. Voy a buscar una casa en el campo.

Mentiras de verano
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