12

El taxi le dejó delante de su casa. Hacía calor. Había madres sentadas en los escalones de acceso a las casas con sus bebés, niños jugando al escondite entre los coches aparcados, hombres mayores con sus sillas plegables abiertas y sus latas de cerveza, un par de chicos esforzándose por andar como si ya fueran hombres y unas chicas que le miraron entre risas.

—Hola, flauta —le saludó el vecino—, ¿de vuelta de las vacaciones?

Richard miró calle arriba y calle abajo, se sentó en las escaleras, colocó la maleta a su lado y dejó reposar los brazos sobre las rodillas. Ése era su mundo: aquella calle con unas casas remozadas y otras deslucidas, con el restaurante italiano en el que se reunía con el oboe en una esquina y la tienda de comestibles, el quiosco de prensa y el gimnasio en la otra, y dominándolo todo, la torre de la iglesia junto a la que vivía su profesor de español. No sólo se había acostumbrado a aquel mundo. Le gustaba. Desde que se fue a vivir a Nueva York, no había tenido ninguna relación duradera con ninguna mujer. Su apoyo era el trabajo, los amigos, las personas que vivían en su calle y en su edificio, la rutina de hacer las compras, ensayar y comer siempre en el mismo restaurante. El día en que por la mañana iba a comprar el periódico e intercambiaba tres frases sobre el tiempo con Amir, el dueño del quiosco de prensa, y luego leía el periódico en el café en el que ya sabían que para desayunar tomaba dos huevos pasados por agua con cebollino y pan integral tostado, y luego ensayaba un par de horas, y después limpiaba la casa o lavaba la ropa, y después iba a entrenarse al gimnasio, y luego enseñaba alguna cosa a María y ella lo abrazaba, y luego comía espaguetis a la boloñesa en el restaurante italiano, y luego jugaba una partida de ajedrez, y luego se acostaba a dormir, no le hacía falta nada más.

Miró hacia arriba, a las ventanas de su apartamento. Las clemátides florecían. Quizá María se las había regado. Él había empezado con unas jardineras y, poco a poco, fue habiendo más en otras ventanas. ¿Habría mirado María también el cubo al que iban a parar las gotas que perdía la cañería que se había roto? Tenía que ocuparse de su reparación. Antes de irse de vacaciones no había conseguido hacerlo.

Se puso de pie pensando en subir a su casa, pero volvió a sentarse. Sacar las cartas del buzón, subir la escalera, abrir la puerta, ventilar la casa, deshacer la maleta, ojear la correspondencia, contestar algunos correos electrónicos, darse una ducha caliente, echar la ropa que llevaba puesta al cubo de la ropa sucia y sacar ropa limpia del armario, encontrarse con alguna pregunta del oboe en el contestador automático, como que si iban a quedar por la noche, y llamarle y decirle que sí… Si volvía a entrar en su vida anterior, ya no podría salir de ella.

¿Qué se había imaginado, que podía incorporar aquella vida suya a su nueva vida con Susan? ¿Que iba a cruzar la ciudad con el coche un par de veces por semana para ir al gimnasio y a su clase de español? ¿Que después se encontraría por casualidad con María y con los chicos del barrio? ¿Qué el viejo de la buhardilla de su edificio tomaría de vez en cuando un taxi e iría a jugar una partida de ajedrez con él en el salón del dúplex de la Quinta Avenida junto a un Gerhard Richter auténtico? ¿Qué el oboe se sentiría a gusto en un restaurante del East Side? Había ocultado a Susan, con razón, muchas cosas de su vida hasta entonces que no podía aportar a la vida en común. No había querido enfrentarse al hecho de que debía renunciar a su antigua vida para iniciar la nueva.

Bueno, ¿y qué? Amaba a Susan. En los días pasados en el Cape la había tenido a ella y no había echado nada más en falta. Aquí la tendría también y tampoco echaría nada en falta. En el Cape no se habían sentido tan a gusto sólo porque su vida habitual quedara tan lejana. Su vida de siempre no podía interferir entre ellos sólo por el hecho de encontrarse a tres kilómetros de distancia del lugar en el que iba a iniciar una nueva vida.

Aunque sí, podía. Así es que no debería subir a su apartamento, sino salir pitando, dejando atrás su antigua vida, para empezar la nueva de inmediato. Buscar un hotel. Acampar en el piso de Susan, entre escaleras de pintor y cubos de pintura de colores. Encargar a alguien que recogiera sus cosas del apartamento y se las llevara. Pero sólo de pensar en un hotel o en el piso de Susan le entraba miedo, y sentía nostalgia, a pesar de no haberse marchado todavía.

¡Ojalá estuviera aún en el Cape con Susan! ¡Ojalá ya estuviera reformado el piso y ella estuviese allí! ¡Ojalá cayera un rayo sobre su apartamento y todo fuera pasto de las llamas!

Decidió que si en los diez minutos siguientes alguien entraba en el edificio, entraría él también, y si no, se iría con su maleta a un hotel del East Side. Pasados quince minutos, nadie había entrado en la casa y él seguía sentado en la escalera. Lo intentó de nuevo: si en los quince minutos siguientes pasaba un taxi libre por la calle, lo tomaría y le pediría al taxista que lo llevara a un hotel del East Side, y si no, subiría a su casa. No había pasado ni un minuto cuando apareció un taxi libre. No lo paró, pero tampoco subió a su casa.

Tuvo que reconocer que él solo no lograría nada. Estaba dispuesto a reconocerlo también ante Susan. Necesitaba su ayuda. Tenía que ir a Nueva York y quedarse con él. Tenía que ayudarlo a vaciar su viejo apartamento y tenía que instalarse con él en el piso nuevo. Después, podía volver a Los Ángeles. La llamó. Estaba en Boston, en la sala de embarque, a punto de subir al avión.

—Voy a embarcar ahora mismo para Los Ángeles.

—Te necesito.

—Yo también te necesito, amor mío. Te echo mucho de menos.

—No, yo te necesito realmente. No consigo arreglármelas con mi antigua vida y nuestra nueva vida en común. Tienes que venir. Ya irás luego a Los Ángeles. ¡Ven, por favor! —Entonces se oyó un ruido a través del auricular—. ¿Susan? ¿Me oyes?

—Estoy yendo a la puerta de embarque. ¿Vas a venir a Los Ángeles?

—No, Susan, ven tú a Nueva York, por favor.

—Me encantaría poder ir, me encantaría estar contigo.

Richard oyó a través del teléfono que a Susan le preguntaban por su tarjeta de embarque. Luego, ella continuó:

—Tal vez podamos vernos el próximo fin de semana, ya hablaremos sobre eso. Ahora tengo que embarcar, soy la última. Te quiero.

—¡Susan!

Pero ya había colgado, y cuando él volvió a llamar, se oyó el contestador automático.

Mentiras de verano
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