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Había pensado en tomar un taxi y, ya en casa, ponerse con el artículo que el periódico quería publicar a principios de la semana siguiente. Pero al salir del cine, verse en la calle y sentir el agradable aire de aquella noche de verano, decidió ir andando. Atravesó la plaza, pasó junto al museo y siguió a lo largo del río. Le asombró lo animadas que estaban las calles. Se encontró grupos de turistas y vio que, en general, viejos y jóvenes iban juntos. Le conmovió especialmente un grupo de italianos. Abuelo y abuela, padre y madre, hijos e hijas, acompañados por amigos y amigas, iban acercándose a él de frente, cogidos todos del brazo, con paso ligero y cantando bajito; le miraron e hicieron gestos para animarle a unirse a ellos, pero antes de que pudiera empezar a pensar qué pretendían con aquella provocación y aquella invitación y en cómo debía reaccionar, ya se habían alejado. Será que cuando veo a padres e hijos felices juntos me pongo sentimental, se dijo.
Volvió a pensar en ello cuando se estaba tomando un vaso de vino en el restaurante italiano de su barrio. Dos mesas más allá estaban sentados un padre y un hijo en amigable y animada charla. Entonces cambió de humor; sintió envidia, rabia y amargura. No podía recordar ni una sola conversación parecida con su padre. Si la charla era animada, acababan discutiendo de cuestiones políticas, jurídicas o sociales. La conversación sólo era amistosa cuando se reducía a un simple intercambio de informaciones triviales.
A la mañana siguiente volvió a cambiar de humor. Era domingo, estaba desayunando en la terraza, el sol brillaba, cantaba el mirlo y las campanas de la iglesia tocaban. No quería sentir amargura y tampoco quería que el día en que su padre muriera le quedaran sólo malos recuerdos o recuerdos insípidos. Cuando calculó que sus padres habrían vuelto de la iglesia, los llamó. Como siempre, contestó su madre y, como siempre, la conversación giró en torno a las actividades, la salud y el tiempo.
—¿Qué te parece si invito a padre a un viajecito?
Pasaron unos instantes antes de que su madre contestara. Él sabía que pocas cosas había que ella deseara más que una mejor relación entre los hijos y el padre. ¿Tardaba en contestar porque no cabía en sí de alegría ante su pregunta o porque temía que la relación entre él y su padre estuviera ya demasiado deteriorada? Por fin, le preguntó:
—¿En qué tipo de viaje estás pensando?
—Lo que nos gusta tanto a él como a mí es el mar y la música de Bach —contestó, riéndose—. ¿Se te ocurre alguna otra cosa que nos guste a los dos? A mí no. En septiembre hay un pequeño festival de música de Bach en Rügen y he pensado en pasar dos o tres días allí, asistir a un par de conciertos y darnos unos paseos por la playa.
—Sin mí.
—Sí, sin ti.
La madre volvió a necesitar unos instantes antes de contestar y, como cogiendo impulso, finalmente dijo:
—¡Qué idea tan bonita! ¿Puedes escribirle una carta a tu padre? Temo que, si se lo dices por teléfono, se sienta invadido y reaccione de una forma negativa. Luego lo lamentaría enseguida. Pero ¿para qué arreglar a posteriori lo que podría ser más fácil desde un principio haciéndolo por escrito?