9

Emilia se ofreció a llevarla, pero ella prefirió tomar un taxi. No quería más consejos de última hora. Cuando se bajó del taxi y se dirigió a la sencilla casita unifamiliar de los años sesenta, se tranquilizó. ¿Para vivir en una casita así la había dejado? Habría llegado a ser catedrático, pero, en cualquier caso, se había convertido en un pequeñoburgués. ¿O lo había sido siempre?

Él mismo abrió la puerta. Ella reconoció su rostro, sus ojos oscuros, sus cejas pobladas, el pelo, que aún conservaba, aunque ahora era blanco, la nariz afilada y la boca grande. Era más alto de lo que recordaba, estaba delgado, y el traje, con la manga izquierda metida en el bolsillo izquierdo, le caía sobre el esqueleto como sobre una armazón. Le sonrió levemente.

—¡Nina!

—No ha sido idea mía. Emilia, mi nieta, pensó que debería…

—Pasa y ahora me aclaras por qué no querías venir —le dijo, adelantándose. Ella fue siguiéndolo por el pasillo; atravesaron una habitación llena de libros y llegaron a una terraza desde la que se veían árboles frutales y prados que se extendían hasta un camino boscoso que se adentraba en la montaña. Él se percató de su asombro y dijo—: A mí tampoco me gustó esta casa hasta que llegué a la terraza. —Le colocó una butaca, sirvió las tazas de té y se sentó frente a ella—. Cuéntame por qué no querías venir.

Ella no pudo descifrar si su sonrisa escondía un matiz de burla, de confusión o de pesar.

—No sé. La idea de volver a verte algún día me resultaba insoportable. Puede que, al final, esa idea sólo fuera una costumbre. Pero así era.

—¿Y cómo se le ocurrió a tu nieta que tenías que volver a verme?

—¡Uff! —dijo ella, haciendo un gesto con la mano—, le hablé de aquel verano. Sus absurdas ideas sobre cómo era la vida y el amor en aquella época me impulsaron a contárselo.

—¿Y qué le contaste de aquel verano? —preguntó, ya sin sonreír.

—¿Cómo me preguntas eso? Tú estabas en el baile, en el beso en la puerta y en la habitación de la hostería —le dijo con tono irritado—. Estabas en el andén y subiste al tren y te fuiste y no volví a saber de ti.

Él asintió.

—¿Cuánto tiempo estuviste esperándome?

—Ya no me acuerdo de cuántos días, de cuántas semanas. Fue una eternidad, de eso sí que me acuerdo. Una eternidad.

Él la miró con tristeza.

—No fueron ni diez días, Nina. A los diez días volví y la dueña de la pensión donde vivías me dijo que te habías ido, que un joven había ido a buscarte, que había metido tus cosas en su coche y que te habías ido con él.

—¡Mientes! —le increpó ella.

—No, Nina, no miento.

—¿Quieres que dude de mí misma, que no pueda fiarme de mi juicio ni de mi memoria? ¿Quieres volverme loca? No puedes decirme eso.

Él se echó para atrás y se pasó la mano por el rostro y por el pelo.

—¿Te acuerdas de adónde fui?

—No, no me acuerdo, pero de lo que sí me acuerdo es de que no me escribiste ni me llamaste por teléfono y de que…

—Fui a un congreso de filosofía en Budapest. Desde allí no podía llamarte ni escribirte. Era la época de la guerra fría, y como no podía estar allí, tampoco podía ponerme en contacto contigo. Te lo expliqué todo antes de irme.

—Sé que hiciste un viaje que podrías haber evitado. Pero tú eras así: primero estaba la filosofía; luego nada; luego tus colegas y tus amigos, y en último lugar, yo.

—Eso tampoco es verdad, Nina. El hecho de que trabajara como un loco en mi tesis era porque quería acabar pronto, encontrar un trabajo y casarme contigo. Tú querías casarte, estaba claro, y el muchacho de Hamburgo siempre me llevaba la delantera. ¿No os conocíais desde la infancia? ¿No eran amigas vuestras familias y él era el ayudante de tu padre?

—Eso no es verdad, como nada de lo que dices. Mi padre le ayudó en los estudios y en las prácticas porque le caía bien, pero no fue ayudante suyo; mi marido jamás fue ayudante de mi padre.

Él la miró fatigado.

—¿Te daba miedo dejar tu vida burguesa para compartir la mía, que era mucho más pobre? ¿Te daba miedo no tener todo aquello a lo que estabas acostumbrada y que considerabas necesario? Estuve en la puerta de la casa de tus padres en Hamburgo… ¿No fue así?

—Pero ¿qué es esto? ¿Quieres pintarme como una burguesita? Yo te quería y tú me destrozaste, pero no quieres aceptarlo.

Él no dijo nada, giró la cabeza y dirigió la mirada a los prados y las montañas. Ella miró en la misma dirección y vio las ovejas pastando en los prados.

—¡Ovejas!

—Las estoy contando. ¿Recuerdas cuando me ponía furioso? Probablemente te asustaba al ponerme así. Sigo siendo colérico, y contar ovejas me ayuda a dominarme.

Ella intentó, en vano, recordar sus ataques coléricos. Su marido sí; su marido podía dejarla helada con su cólera contenida y fría. Cuando estaba así durante varios días podía llegar a desesperarla.

—¿Me gritabas?

Él no contestó a su pregunta y preguntó a su vez:

—¿No me cuentas nada de tu vida? Sé que estás divorciada; vi en el periódico la fotografía de tu marido con otra mujer el día de su ochenta cumpleaños. También estaban sus hijos. ¿Son hijos tuyos?

—¿Quieres oírme decir que mi vida ha sido un fracaso y que debería haberte esperado?

Él se echó a reír. Ella recordó que le gustaba su risa franca y desbocada, al tiempo que la asustaba. Y se dio cuenta de que él no sólo se reía de su pregunta, sino que también lo hacía para liberar la tensión que había generado la conversación. Pero ¿qué le resultaba tan divertido?

—Alguna vez he escrito que las decisiones vitales no son acertadas o equivocadas, sino que llevan a vivir vidas distintas. No, no creo que tu vida haya sido un fracaso.

Mentiras de verano
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