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El concierto empezaba a las cinco. A las cuatro y media, cuando aparcaron ante el palacio en cuyo salón se iba a celebrar, la mayoría de los sitios estaban libres. Él propuso pasear por los jardines hasta que comenzara, pero su padre lo apremió a entrar, se sentaron en la primera fila del salón vacío y esperaron.

—Es la primera vez que Rügen alberga un festival de música de Bach.

—A todo tiene que acostumbrarse la gente; también a la música de Bach. ¿Sabías que fue Mendelssohn quien lo redescubrió e interpretó en el siglo XIX?

El padre le habló de Bach y de Mendelssohn, del nacimiento de la suite como un conjunto de danzas en el siglo XVI; del uso de la denominación «partita» junto al de «suite» durante el siglo XVII; de las suites y partitas de Bach como obras de particular ligereza; de las primeras versiones de algunas suites en El pequeño libro de Anna Magdalena Bach; del nacimiento de las Suites francesas, las Suites inglesas y las partitas entre 1720 y 1730; de las tres Suites en tono mayor y de las tres en tono menor y de sus distintas frases. Hablaba animadamente, disfrutando de sus conocimientos y de la atención que le prestaba su hijo, e insistió en lo mucho que le apetecía escuchar aquella música.

Un joven pianista del que ni el padre ni el hijo habían oído hablar interpretó el concierto con fría precisión, como si las notas fuesen cifras y las suites cuentas. Con la misma frialdad se inclinó a saludar al escaso público asistente una vez que hubo acabado.

—¿Habría tocado con más sentimiento ante un público más numeroso?

—No, debe de creer que a Bach hay que interpretarlo así. La forma en que nos gusta escucharlo le parece sentimental. Pero ¿no es maravilloso que ninguna interpretación pueda destrozar a Bach, ni ésta ni tan siquiera la de los tonos de llamada? Estoy sentado en el tranvía, oigo sonar un móvil y sigue siendo Bach y sigue siendo fantástico —dijo el padre entusiasmado.

Durante el trayecto de vuelta al hotel fue comparando las versiones de las Suites francesas de Richter, Schiff, Fellner, Gould y Jarrett. Su hijo estaba tan impresionado por los conocimientos de su padre como extrañado ante aquel torrente ininterrumpido de palabras que dejaba escapar sin cerciorarse de si sus explicaciones despertaban su interés ni invitarlo a que le hiciera alguna pregunta o algún comentario. Le parecía estar escuchando un monólogo.

Durante la cena la cosa continuó. El padre pasó de las interpretaciones de las Suites francesas a hablarle de las misas, los oratorios y las pasiones. Cuando el hijo volvió del cuarto de baño, después de una larga pausa, el torrente de palabras se había agotado, pero también se había apagado la animación, la alegría y el entusiasmo del padre. El hijo pidió la segunda botella de vino tinto, dispuesto a escuchar una crítica sobre el lujo y la gula, pero el padre se dejó servir otra copa de buen grado.

—¿De dónde viene esa pasión tuya por Bach?

—¡Vaya pregunta!

El hijo no cejó.

—Que a uno le guste Mozart, a otro Beethoven y a otro Brahms tiene sus motivos. Me interesa saber por qué a ti te gusta Bach.

El padre volvía a estar erguido, con las piernas cruzadas, los brazos descansando sobre el sillón, las manos colgando, la cabeza inclinada y la insinuación de una sonrisa. Miraba al vacío. El hijo escudriñó su rostro: la frente alta bajo una cabellera canosa, aún sin entradas; los surcos profundos por encima de la nariz y entre la nariz y las comisuras de la boca; los pómulos marcados, las mejillas fláccidas, los labios finos, la boca cansada y la barbilla potente. Era un rostro bien trazado, pensó el hijo, pero no traslucía ni las preocupaciones que le habían dibujado los surcos en la frente y aquella expresión cansada en la boca ni por qué su mirada no reflejaba nada.

—Bach me… —dijo el padre, sacudiendo la cabeza y volviendo a empezar—. Tu abuela era una mujer caprichosa y deslumbrante y tu abuelo un funcionario meticuloso, no exento de…

Volvió a callarse. A la abuela había ido alguna vez a verla con su padre, cuando era un muchacho; estaba en la residencia en una silla de ruedas, no hablaba, y de una conversación de su padre con el médico a él se le quedó grabado algo relacionado con la depresión senil. Al abuelo no lo recordaba. ¿Por qué no podía su padre hablar sobre los suyos?

—Bach armoniza lo opuesto: lo claro y lo oscuro, lo fuerte y lo débil, lo pasado… —Se encogió de hombros—. Aunque quizá sólo se deba a que con Bach aprendí a tocar el piano. Durante dos años no me dejaron tocar más que estudios, y después el Pequeño libro me pareció un regalo del cielo.

—¿Tocabas el piano? ¿Y por qué no sigues tocándolo? ¿Cuándo lo dejaste?

—Pensaba volver a ir a clase cuando me jubilara, pero no ha surgido la ocasión —dijo poniéndose de pie—. ¿Quieres que mañana, después de desayunar, demos un paseo por la playa? Creo que mamá me ha puesto en la maleta un pantalón adecuado. —Posó brevemente una mano sobre el hombro de su hijo y se despidió—: Buenas noches, hijo.

Mentiras de verano
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