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La mañana de su cumpleaños se puso guapa: traje de chaqueta lila, blusa blanca con bordado blanco y lazo blanco, y zapatos lila. La peluquera a la que solía ir, acudió a la residencia y le rizó el pelo canoso. «Si yo fuera un caballero maduro, le haría la corte. Y si fuera su nieta, la presentaría, toda orgullosa, a mis amigas».
Fueron todos: los cuatro hijos, los cuatro hijos políticos y los trece nietos. Camino del Bierer Hof hijos y yernos formaron un grupo e hijas y nueras otro; los nietos mayores iban hablando del examen final de bachillerato y de las carreras universitarias en general, y los más pequeños, de música pop y juegos de ordenador. Ella fue caminando un rato con cada grupito, recibida amablemente al incorporarse y olvidada amablemente después, cuando reanudaban la conversación que había interrumpido. No le molestaba, pero mientras que antes le hubiera hecho feliz ver que las familias de sus seres queridos se entendían tan bien entre sí, ahora le sorprendían sus temas de conversación: música pop y juegos de ordenador; con qué carrera se ganaría más; si habría que intentarlo con el botox o cómo ir de vacaciones a las Seychelles sin gastar mucho.
El aperitivo se sirvió en la terraza y el almuerzo en una mesa larga de una sala contigua. Tras el consomé, el mayor de los hijos tomó la palabra y habló de los recuerdos de la infancia, de la admiración por el enorme compromiso de la madre con la parroquia, tras la marcha de los hijos, agradeciéndole el cariño con el que había tratado a los hijos y a los nietos. Un poco seco, pero bienintencionado y elocuente. Ella lo veía como si estuviera en un juicio o en una sesión deliberatoria. Sobre su marido, su matrimonio o su divorcio no había dicho nada. Eso le recordó aquellas fotografías de la Revolución Rusa que Stalin mandó retocar y de las que hizo desaparecer a Trotski. Como si no hubiera existido.
—¿Creéis que no podría soportar que mencionarais a vuestro padre, que no sé que os reunís con él y con su mujer, y que celebrasteis con él su ochenta cumpleaños? ¡Si salisteis con él en la foto del periódico!
—Como desde que se fue nunca has vuelto a hablar de él, pensábamos que…
—¿Pensabais? ¿Y por qué no habéis preguntado? —dijo mirando a sus hijos, uno tras otro, escrutadora, y viendo sus gestos tensos—. En vez de preguntar, pensabais. Habéis deducido que, como no hablo de él, eso significa que no soporto que lo mencionéis. ¿Pensabais que me desmoronaría, que lloraría o gritaría o me pondría furiosa; que os prohibiría que os reunierais con él o que os pondría ante la disyuntiva de elegir entre él o yo? —dijo moviendo la cabeza de un lado a otro.
Fue su hija menor la que volvió a hablar.
—Teníamos miedo de que tú…
—¿Miedo? ¿Teníais miedo de mí? Soy tan fuerte que os doy miedo y tan débil que no puedo soportar que habléis de vuestro padre. ¡Es absurdo! —Se dio cuenta de que se estaba excitando cada vez más y de que hablaba cada vez más alto. Ahora también los nietos la miraban tensos.
El hijo mayor intervino.
—Cada cosa a su tiempo. Cada uno de nosotros tiene su propia historia con papá y a todos nos alegraría poder hablar de él contigo. Pero ahora no vamos a hacer esperar a las camareras, que querrán servir el segundo plato; si no, desorganizaremos su planificación.
—A mí la planificación de las camareras… —empezó a decir, pero vio un gesto de súplica en el rostro de su hija menor y se interrumpió. No se le hizo difícil no decir nada mientras comía la ensalada, el asado y la mousse de chocolate. Todos los demás hablaban y le resultaba difícil entender lo que decía alguien a su lado o frente a ella. Era algo que le ocurría siempre que hablaba mucha gente a la vez. El médico lo denominaba «problemas auditivos en sociedad» y le había dicho que no se podía hacer nada. Había aprendido a dirigirse amablemente a quien tuviera enfrente, sonriendo de vez en cuando con aire comprensivo o con un movimiento aprobatorio de cabeza, mientras pensaba en otra cosa. La mayoría de las veces su interlocutor no notaba nada.
Antes de que sirvieran el café se levantó Charlotte, la nieta más pequeña, y dio unos golpecitos con la cuchara en la copa, hasta que todos se dispusieron a escucharla. Dijo que su tío había dirigido unas palabras a su madre y que ahora ella quería dirigirse a su abuela. Todos los nietos allí presentes habían aprendido a leer con ella. No a leer palabras y frases, que eso ya se lo habían enseñado en el colegio, sino a leer libros. Siempre que iban a pasar las vacaciones con la abuela, ella les leía en voz alta. Nunca acababa el libro antes de que terminaran las vacaciones, pero siempre se trataba de un libro tan interesante que acababan de leerlo ellos solos. Y, poco después del comienzo del año escolar, la abuela les mandaba un paquetito con otro libro del mismo autor que, naturalmente, se ponían a leer.
—Y era una cosa tan bonita que se lo tuvimos que decir a Abu y a Anni para que hicieran lo mismo. Muchas gracias, abuela, por habernos inculcado la pasión por los libros y por haber hecho de nosotros unos buenos lectores. —Todos aplaudieron y Charlotte fue con su copa rodeando la mesa—. ¡Que cumplas muchos, muchos años, abuela! —dijo, brindando con ella, y le dio un beso.
En ese momento de silencio, mientras Charlotte volvía a su sitio y los demás aún no habían reanudado sus conversaciones, ella preguntó:
—¿Quién es Anni? —a pesar de que sabía que debía de tratarse de la segunda mujer de su exmarido y que, probablemente, su pregunta crearía una situación embarazosa.
—Anna es la mujer de papá. Los niños empezaron a llamar Abu al abuelo y, a continuación, Anni a Anna —informó tranquilamente el hijo mayor.
—¿La mujer de papá? No te estás refiriendo a mí. ¿Quieres decir la segunda mujer de papá? ¿O ya es la tercera? —dijo, consciente de que estaba resultando impertinente. No quería serlo, pero no podía callarse.
—Sí, Anna es la segunda mujer de papá.
—Anni —dijo ella, alargando la «i» con ironía—. Probablemente tendré que agradeceros que no la llaméis Abu-Anni, como si fuera vuestra segunda abuela, ¿o la llamáis Abu-Anni alguna vez? —Como nadie decía nada, volvió a la carga—: Charlotte, ¿llamáis Abu-Anni alguna vez a Anni?
—No, abuela; a Anni sólo la llamamos Anni.
—¿Y cómo es esa Anni a la que no llamáis Abu-Anni?
Su hijo menor intervino.
—¿Podemos acabar con esto, por favor?
—¿Podemos? No, porque todavía no hemos empezado, así que no «podemos» acabar. He sido yo quien ha empezado —dijo, levantándose—, y soy yo quien puede acabar. Voy a tumbarme un rato. ¿Me recogéis dentro de dos horas para tomar el té?